[dropcap]L[/dropcap]a democracia» (el poder del pueblo») fue inventada por los atenienses como un sistema de gobierno en el cual las decisiones eran tomadas por la asamblea de ciudadanos (excluidas mujeres, esclavos y extranjeros), a diferencia de lo que sucedía en otras ciudades o imperios regidos por un rey o emperador. En Atenas el ejercicio de la democracia directa, donde los ciudadanos tomaban las decisiones directamente, sin intervención de representantes, derivó a la democracia representativa en la cual los atenienses elegían representantes que eran quienes tomaban las decisiones. Con diversas modificaciones a lo largo de la historia que, generalmente, han consistido en alejar la toma de decisiones del pueblo, la democracia representativa es el modelo imperante en la mayoría de los países occidentales considerados libres o democráticos.
Platón fue crítico con la deriva de la democracia en Grecia y postulaba como alternativa el gobierno de los hombres justos (sabios y justos). Esta crítica de Platón a la democracia se basó en la observación de la práctica política que tenía lugar en Atenas, que desvirtuaba el verdadero sentido democrático, situación a la que se llegó porque la opinión pública era una pésima reclutadora de gobernantes y favorecía los malos liderazgos, y como consecuencia la democracia fallida era sustituida por alguna forma de tiranía. Parece obvio que Platón tenía en poca consideración a la clase política ateniense, pero que tampoco tenía en mejor concepto al pueblo griego que elegía para representarle a políticos carentes de sentido de servicio a los ciudadanos que los habían elegido.
Observo gran paralelismo entre la crítica de Platón a la democracia ateniense y la situación actual de occidente donde el ejercicio democrático también se ha prostituido, donde “un hombre un voto” no es más que una frase hueca, un simple formulismo; el ejercicio de ese voto individual al que se reduce nuestra participación política, está determinado por la (des)información del votante, fomentada desde los medios de comunicación y, por ello, los votos no producen liderazgos capaces de ejercer el poder en beneficio de los ciudadanos para solucionar sus problemas, lo que a medio plazo produce abstención en las elecciones y desmovilización política. De ahí a la sustitución por la tiranía no hay mucho trecho.
Existe por tanto una doble alienación, del ciudadano que vota (o se abstiene) y de los representantes elegidos, que, al ocupar el poder político otorgado por los votos, se someten a los dictámenes de los verdaderos poderes, mercados y especuladores financieros, que, sin presentarse a las elecciones, imponen sus intereses sobre los de la ciudadanía.
En España hemos vivido ya grandes decepciones al respecto por parte de partidos y líderes políticos y, también, la utilización de gobiernos supuestamente populares para imponer medidas que atentan contra el bien común y favorecen solo a unos pocos. No es de extrañar que en la mayoría de las encuestas se refleje la poca confianza de los ciudadanos en el gobierno en particular y en los partidos y políticos en general. Por ello, como ciudadanos nos sentimos frustrados al votar o tentados a no votar. Aunque la democracia sea un sistema fallido es, en palabras de Churchil, el menos malo de los sistemas, o al menos el menos malo de los sistemas posibles aquí y ahora. A pesar de las continuas decepciones acudiremos a votar con una pinza en la nariz porque la esperanza es lo último que se pierde y solo una ilusión, cada vez más tenue, ayuda a mantener el optimismo para no bajarse del mundo.