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Opinión

Los cachalotes de Franco

La imagen de un cachalote varado en una playa. Imagen. Pixabay.

[dropcap]L[/dropcap]a historia que trato de relatar me la contó, paseando por el puerto de Bermeo, Ignacio Ipiña, aquel pintor e intelectual vasco que dejó una huella imborrable en quienes lo conocimos.

El NO-DO narró, como una gran hazaña, aquella gesta de Franco tratando, como siempre, de mostrarnos la gran humanidad que desprendía el dictador. El general había pescado o cazado -vete tú a saber cómo ha de definirse- dos cachalotes a cañonazos en el Cantábrico desde un barco.

El caso es que la noticia se remataba con el gesto de generosidad de que aquellos pescaditos serían donados a varias residencias para alimentar a los ancianos del País Vasco.

Hemos de imaginar que después de las fotos y todos los saludos de aquella banda de pelotas, Franco regresó al Pardo olvidándose de su portentosa hazaña.

Los cachalotes fueron remolcados hacia una de las playas de Bermeo, para gozo de quienes disfrutaron haciéndose fotografías junto a los dos pescaditos.

Era verano y los monstruos, a pleno sol, pronto empezaron a dar el cante, de tal forma que el aire fue expandiendo la fétida fragancia que iba nutriendo aquel ambiente irrespirable. Tan calamitosa situación higiénico-nauseabunda hizo que las autoridades de Bermeo diesen cuenta al gobernador civil de Vizcaya y este, a su vez, es fácil conjeturar que elevase a la superioridad la trascendental pregunta sobre la manera de proceder ante aquella situación, dado que estaba por medio el más afamado y poderoso de los pescadores patrios.

Y como solía ocurrir en aquella época, la solución, por orden gubernativa, se puso en manos de la cadena de mando de la Guardia Civil. Hemos de suponer los sudores y fatigas que sufrirían los guardias de Bermeo cuando, desde arriba, les cayó aquella cascada de palabras heladas: Desháganse de los cachalotes.

Los guardias civiles midieron, observaron y cavilaron sobre aquellas toneladas de carne putrefacta sin saber qué solución podría ser factible para deshacerse de ella. Pero la presión era tan grande, ante el cante jondo que brotaba de los bichos, que uno de los guardias discurrió que lo más conveniente era meterles unos cartuchos de dinamita y esperar a que la marea se llevase los pedazos, que quedarían esperando por la playa el abrazo del oleaje.

Y así fue. Con gran expectación, los guardias prendieron las mechas y, en cuestión de segundos, según me contaba Ignacio, quedó sembrado a cientos de metros todo el paisaje de aquella materia putrefacta, que convirtió a Bermeo en un lugar irrespirable durante días.

Cuando el gobernador civil -supongo- elevó los resultados del desastre a la superioridad pertinente, y esta al ministro de la cosa gubernativa, seguramente apostilló: -Pero a quién se le ocurre, ponerles dinamita a unos cachalotes…

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