[dropcap]E[/dropcap]ntramos en la Semana Santa y Salamanca se ha trasformado. Casi de repente recuperamos sensaciones olvidadas y la ciudad vieja se llena de propios y extraños, dejando atrás dos años largos de calles vacías, semivacías o con un ambiente todavía inquietante pese a la concurrencia. La Semana Santa, al inicio de la primavera, nos ha devuelto muchas cosas. El bullicio y la algarabía del fin de semana dan cuenta de ello. No se ha vencido al virus, cierto. No le vamos a vencer, porque se queda. Pero afortunadamente lo peor ha pasado y entramos, parece que ya sí, en la vieja normalidad.
La Semana Santa, más allá de la celebración primordial que ante todo es, se presenta también como un tiempo para el encuentro entre amigos, con charlas y paseos, cafés, tapeo y muchas veces, por eso de mantener la tradición, recorrer iglesias, ver los pasos, ir a las procesiones o toparse con ellas. Forma parte de nuestra cultura y es bonito mantenerlo.
El asunto continúa siendo de tema de discusión, con el debate estéril que, entiendo, debió quedar zanjado a finales del XIX. Al final todo se reduce al ejercicio y respeto de las libertades. La creencia o increencia es algo muy personal. Sin embargo, esto va más allá. La exteriorización de una forma tan genuina de entender cuanto rodea al misterio central del cristianismo está tan arraigada en nuestra forma de ser, desde hace siglos, que se ha convertido también en una expresión cultural, muy viva y valorada a tenor de lo que mueve. Por ello, la Semana Santa se inserta en nuestra historia y sociedad hasta el punto de determinar calendarios e infinidad de eventos, usos y costumbres.
La celebración de la Semana Santa, hemos de tenerlo claro, presenta dos vertientes. Una es religiosa –sobre ella corresponde opinar y decidir a la Iglesia católica– y la otra es la cultural. En esta segunda dimensión tienen cabida otros pareceres y que se exploten las posibilidades que ofrece, como la económica vinculada sobre todo al turismo. Salamanca vive fundamentalmente del turismo y tiene una Semana Santa considerada de interés turístico internacional. Se podría alegar mucho al respecto, pero no viene al caso. La realidad es esta. Sí que llama la atención, empero, el discurso chovinista de la oficialidad cofrade y municipal, repetido y ampliado sin cuestionar por los medios de comunicación. Nunca hay un atisbo de crítica. Todo es maravilloso, the best in the world, he llegado a oír en estos días de atrás.
Refutar tamaña sandez es perder el tiempo. En cambio, sí sería bueno reabrir el debate sobre si el producto que vendemos posee denominación de origen, al estilo de la morucha, jamón de Guijuelo o lenteja armuñesa. Porque en Salamanca también se hacen buenas paellas, pero nadie en su sano juicio las presenta como un producto autóctono para competir en el mercado. Está claro, ¿no? De puertas para adentro es una cosa, pero si hay que vender el espectáculo hace falta un poco más de rigor, que no todo vale igual ni da lo mismo. Los zamoranos, a sesenta kilómetros, lo tienen claro porque se la juegan.