La décimo segunda edición de Leyendo a la Luz de la Luna, como viene siendo habitual concursan personas de toda la geografía nacional e internacional. Tanto es así que la ganadora de esta edición ha sido Adriana Calviño, de Uruguay con su ‘La memoria de las manos’.
En la XII edición el tema era La Magia.
Los relatos ganadores:
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La memoria de las manos.
Es la hora de la siesta y la abuela dormita en su mecedora junto al ventanal. Como duendes traviesos, unos rayos de sol se posan en sus manos y la magia comienza… Vuelven esas manos a ser tersas, ágiles, incansables proveedoras de caricias… Abre los ojos y el hechizo se rompe. “Viniste…” susurra. Tiende hacia mí sus manos, convertidas ahora en mustias hojitas de otoño que tiemblan sin cesar, y sonríe desde un lugar lejano. Me acerco, apoyo la cabeza en su falda como cuando era niña y por un instante, siento que sus manos saben quién soy…
Adriana Calviño Fernández, de Uruguay.
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El concierto.
Ocupa su puesto. Sitúa la barbilla en su violín, tensa los músculos, recuerda a sus maestros. A una señal invisible del director de orquesta comienza el concierto. Cierra los ojos. Inspira… y ataca su entrada con la pasión propia de los grandes virtuosos. Cuando la última nota queda suspendida en el aire con la respiración acelerada agitando su pecho, sabe y espera la primera, maravillosa ovación de una noche de magia. Expira… y abre los ojos. Unas blancas sonrisas henchidas de felicidad lo observan al otro lado del anuncio publicitario. Unas monedas tintinean en la gorra colocada a sus pies.
Javier Gutiérrez Carretero, de Hospitalet de Llobregat (Barcelona).
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Redención.
Murió el Poeta, enfermo de vicios. Sufrió ella, su amor, la ausencia del viajero impenitente, del amante bohemio, dispuesta a sacrificar su tiempo hasta agotarse para que cada verso adorado adornara el Universo: publicaría a cualquier precio. Asaltó carpetas y cajones repletos de tarjetas. En algunas se agazapaban otros nombres de mujer. Lágrimas amargas sobre los poemas. Un dedo del sol poniente atravesó los viñedos e hirió la copa de vino; una magia púrpura acarició el alma herida. Comprendió al instante que recobraba su libertad, brindó al ocaso y arrojó todo, papeles y pasado, a la chimenea.
Eva Barro García, de Madrid
Le gustaban mucho los caballos. El suyo le parecía el más grande y hermoso de todos. Era blanco como la luna. Lo montaba cada tarde de verano, a la caída del sol, cuando el aire era más fresco. Subía a su grupa y galopaba veloz contra el viento mientras sujetaba las riendas con fuerza. Se reía feliz, y el caballo parecía llevarla volando por el cielo como si tuviera dos alas. Y cuando detenía su trote alegre, miraba a su madre y le gritaba desde el tiovivo: “¡Otra vez, otra vez!”.
Federico García Fernández, de Granada
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Un instante de magia.
Aquella mañana lluviosa y oscura se presentaba poco acogedora. Mi cuerpo ante tal espectáculo quería quedarse enredado entre las mantas. Como un autómata me levante, bañe, vestí y salí a la calle, deseando que el día pronto acabase. El olor a café recién hecho me invito a entrar en el bar. Me senté junto a la ventana mirando con melancolía, de repente, un pequeño rayo de sol se coló entre las nubes haciendo brillar lustrosos los adoquines, permitiendo un poco de color en la ciudad que despertó gris. En ese instante todo mejoró. ¿Magia? qué sé yo.
Constanza Espinoza Torres, de Salamanca
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Atardeceres mágicos.
Todos los atardeceres, a escondidas, me reunía con Manuel.
— ¿Quieres que te cuente el mejor cuento del mundo? — decía.
Y la magia surgía. Manuel contaba y los zureos de las tórtolas eran gemidos de una princesa prisionera de las brujas; el rodar de la hojarasca por el viento, reptar sinuoso de dragones acechantes; el croar de las ranas, canto de sirenas guiando a los pescadores a una cascada infinita; un tronco boyando, el barco del holandés errante. A orillas del arroyo y bajo el puente de la carretera donde vivía solitario Manuel, esperaba ansioso sus historias.
Ariel Alberto Díaz, de Argentina