[dropcap]L[/dropcap]a desnudé con extrema lentitud hasta hacerla mía. Sentí cómo posaba la cabeza sobre mi hombro mientras con extrema lentitud se derramaba en los adentros un cáliz desbordado de palabras…
Era otra vez aquella ceremonia del silencio un hábitat único para renacer en los paisajes modelados por una mujer nacida para darse. Su silueta intacta, como un sueño de presencias anteriores, iba rozando la epidermis del latido y en el más sutil de los abandonos la forjé para siempre en mis querencias.
Así me abrazaba aquella fiebre y compasión de los metales con la que acaba de infectar (con un virus poderosamente deseable) el cenit de un éxodo hacia los póstumos entornos que aún esperan procurarme más aliento.
María Ángeles Pérez López había sido tocada otra vez por el misterioso susurro de la inspiración bajo la etérea espiritualidad de la vida, que enciende esa luz en el hogar de los trasfondos, donde no hay ruido que perturbe el entorno de soledad, que ambienta el cerco del olimpo para que dé el fruto en sus altares la poesía.
Así la canción de acero se hizo hallazgo perturbador y un éxtasis, brotado en desasosiego, me arrinconaba al lado de las aristas, evocando la verticalidad de los precipicios que evitan el porvenir de las huidas. La poeta desabrigaba el torso señalándome los abismos y la furia del tiempo, entre ecos de chirriantes hachas que ascendían con un balbuceo de canciones estridentes, mientras se desquebrajaban los flancos del planeta.
Los metales cercenaban en canal (como pócima inesperada) el atrio de la memoria más herida y, como si el rito breve de las horas me acogiese, tornaba a los blandos relojes dalinianos, desplomando una lentitud que paralizaba la inquebrantable razón de nuestro encuentro. La poeta había nacido para ser parte indispensable de mis pertenencias y, con rasgos de eternidad en la mirada, se iba consumando el rito inalterable de la entrega.
Amaneciendo descarrila el día su ronquera cuando el sol principia a bocetar con su paleta de colores los primeros rasgos del paisaje, entre suaves neblinas, reluciente. La vida asoma, entre metálicas resonancias, sobre la frente posterior de los lugares, donde María Ángeles testifica, con virtud observadora, el heterogéneo ritmo del pulso en las voces y en las geometrías de los matorrales, coníferas, madroños que descienden hasta el lago…, como promesa que enmarca, en las cosas más sencillas, la simbiosis de la belleza intemporal con el temblor exhalado por el verso.
Las palabras entre los dedos de esta poeta universal, salmantina, cual barro reciente que espera ser capricho o senda de la forma, van conformando la escultura que inaugura en cada vivencia poética la incalculable aportación creativa de ese gozo que placemos quienes desciframos la belleza sugerente que eclosiona de un corazón que, nacido para amar, se hace nuestro.
Fiebre y compasión de metales es un libro manoseado, casi viejo, que sigue conservando la viveza del grito de la llamada que discurre como savia insustituible por sus venas…
Quien lea este poemario comprenderá porqué María Ángeles ha sido reconocida recientemente con un premio nacional tan significativo como el de la crítica. Pero por encima de ese justo galardón, debe resaltarse el que le otorgan las aguas poéticas de nuestro tiempo, cuando sus oleajes de palabras se preñan del plancton de una creatividad que conquista, por las costas de la literatura hispana, fieles lectores bajo el sagrado culto de la emoción, que en grado sumo oficia para ellos la poeta María Ángeles Pérez López.
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El poemario “Fiebre y compasión de metales”, fue publicado por Vaso Roto, Ediciones, en el año 2016 y fue prologado por Juan Carlos Mestre. Este artículo surge de unos apuntes tomados durante una de las placenteras lecturas del poemario.