[dropcap]L[/dropcap]a iglesia de la Purísima es el templo más original de Salamanca y sorprende lo poco conocido y valorado que es. Salvo el visitante cultivado que acude a contemplar la Inmaculada de Ribera, el gran turismo pasa de largo o entra y sale a toda prisa, cual rebaño conducido por guías que apresuran para enseñar la rana, el astronauta y hasta la chorrada de los capiteles en los soportales del Corrillo.
Mis últimas estancias en la Purísima habían sido por causas luctuosas. Así es la vida. Pero hace escasas fechas volví a contemplarla, continente y contenido, como Dios y su Santa Madre Iglesia mandan. Con Poli, el párroco, siempre da gusto. Todo son facilidades para desentrañar hasta lo oculto, aunque uno lleve la carga de ese manojo inquieto de estudiantes que de año en año se renueva.
La iglesia, en verdad, merece la pena. Es un edificio grandioso, en sintonía con la esencia del barroco, que ofrece la singularidad de ser una construcción italiana diseñada por arquitectos italianos. Las piezas marmóreas de las partes distinguidas se realizaron en Nápoles y trasladaron en barco hasta la península Ibérica. Toda una ostentación del poderío y riqueza del conde de Monterrey, Manuel de Zúñiga, que en plena crisis espiritual comenzó a pensar en su reposo eterno construyendo un mausoleo acorde con su relevancia. Y vaya que si lo hizo.
Pero a pesar de la magnificencia del edificio, la pintura se lleva la fama. Y hay razones, pues su interior alberga una gran colección de pintura italiana, enriquecida aún más con los cuadros colgados en la clausura del convento. Las analogías con las carmelitas de Peñaranda de Bracamonte son evidentes, pues su promotor, Gaspar de Bracamonte, con posterioridad también virrey de Nápoles, dotó su fundación con un buen conjunto de pintura italiana. En la iglesia salmantina de las agustinas aparecen los nombres de Giovanni Lanfranco, Guido Reni, Francesco Bassano, Massimo Stanzione, Giacomo Cavedone… y José Ribera, Lo Spagnoletto, el napolitano de Játiva. Casi nada. Los cuatro lienzos enormes de Ribera son la joya de la corona, sobre todo el de la Inmaculada, obra de referencia del gran maestro de la escuela valenciana.
Este lienzo preside el retablo principal y por sus dimensiones y calidad acapara la atención. Pero hay más. Está rodeado por cinco pinturas, de las que una, dedicada a San Agustín, siempre llamó la atención por salirse de las formas italianas que distinguen al conjunto iconográfico de la iglesia. Es una pintura flamenca que en inventario constaba ser de Rubens, aunque nunca se creyó del todo. Hace cuatro años, Matías Díaz Padrón, conservador jefe jubilado de pintura flamenca del Museo del Prado, la atribuyó con seguridad a Pedro Pablo Rubens, el máximo exponente de la pintura flamenca. Para ello aportaba las pruebas del boceto, un grabado y el vínculo de la Casa de Monterrey con los Países Bajos. La noticia se publicó y quedó en el registro bibliográfico, pero no caló en la ciudad ni se ha sabido explotar. Como si encontrar un cuadro de Rubens sucediera todos los días. La liebre de la suerte en la catedral, renegrida por el sobeteo, es mucho más famosa y la vendemos mejor. Así somos.