[dropcap]C[/dropcap]on los rigores del extremo verano, debido a ciertas anomalías puntuales, al cambio climático global, a los ecologistas o a que a señores y señoras del tiempo les pidiera el cuerpo impedirnos decir que ya no hay veranos como los de antes, ella salió a la calle.
A caminarla, que para eso está el ocioso tiempo. 24 horas al día para hacer todo lo que quisiera o la nula nada. El despertador se tomaría un respiro, oficinas y fábricas pasarían unos días a solas, ni luces como testigos de lo que dentro no pasaría. En silencio, vacías, sin producción.
Del cielo colgaba un sol radiante como no se recuerda, deshaciendo cada gota de sudor antes de tocar el suelo. Barra libre de vitamina D. Genial, como el primer Gin & Tonic. A cada paso, más pesado, como cuando se acumulan los Gin & Tonic. Y allí, a lo lejos, un olmo.
Un olmo. Un olmo que se viste en verano y se desnuda en invierno. No es que le guste a él llevar la contraria al termómetro. Tampoco es que piense en ti, que decida llenarse de hojas con las que ofrecerte una densa sombra. No. Lo hace porque él es así. Por su naturaleza. Por su supervivencia. Hojas para el verano, ramas al cielo en invierno.
No le pareció un olmo. Ella vio el Olmo. Decidió que llevaba esperando toda la vida a que ella se citara con el sol para abrirse camino hasta la cuneta y ofrecerle refugio al abrigo de su fresca sombra. Él. Tan grande y tan firme. Tan flexible y liviano. Encantado de apuntarse a cualquier baile que proponga el viento, y a la vez, siempre con los pies en la tierra.
Cuanto más se acercaba, más majestuoso se mostraba. Un paso menos, una gana más. Más avanzo, menos queda. Para descansar la espalda en el regazo del manco tronco. Para oler el color verde que todo árbol desprende.
El Olmo cumplió y le dio todo lo que puede dar un olmo. Ella descansó y bajó su temperatura. Fotografía perfecta. Templadas quedaron la piel y las necesidades pasadas.
Hasta que aparecieron las nuevas. A ella le visitaron el hambre y la sed. ¿Algo que pueda saciar ambas? – Una pera, se dijo a sí misma.
Separó su espalda del tronco, dio un paso adelante y se giró. Con los brazos en jarra, miró al olmo. Tan grande y tan firme. Tan flexible y liviano. Listo para bailar con el viento, pero con los pies bien enraizados en el suelo. – Olmo. Quiero una pera.
– Puedo darte sombra y frescor. También puedo darte tantas sámaras como quieras, pero no saciarás tu hambre ni tu sed con ellas. Soy un olmo.
– Pero el sol ya se esconde. Ya no necesito sombra ni frescor. Ahora tengo hambre y sed.
– Camina pues y busca esa pera. Es absurdo esperar de mi algo que no puedo darte aunque quiera.