Opinión

ETA. Entre el dolor y la realidad

Miguel Ángel Blanco es uno de los rostros que se puede ver en el mural en recuerdo a las víctimas del terrorismo en la plaza de la Concordia.

[dropcap]E[/dropcap]s muy difícil comprender el tinglado parlamentario que provoca y permite ciertos acuerdos que dan el cante. Aceptar que Bildu pueda actuar, exponiendo sus postulados, junto a otros grupos separatistas bajo el techado de la común casa democrática, cuesta asimilarlo por muy abierta que se tenga la mollera. Cuesta sentirse demócrata sin percibir sentimientos y observaciones encontradas que a veces provocan escalofríos.

Sentir que ETA sigue jugando con un dolor de muchas, muchísimas víctimas en el hemiciclo que cuece los resortes del estado de derecho, jode profundamente y de verdad.

Comprendiendo el dolor de quienes sufrieron la barbarie terrorista, trato de escuchar y entender a quienes acomodaron el terror como parte de sus vidas durante muchos años. Gente que vivió con escoltas y que, atemorizados, cada día inspeccionaban los bajos del coche, con el miedo a no distinguir con certeza la bomba asesina.

Y se me viene a la mente aquel niño que, queriendo jugar con otros pequeños, era separado por su madre, para evitar el rastro de cualquier identificación que pudiera causarles problemas, mientras a unos metros dos escoltas cuidaban sus espaldas.

Pero sobre todo escucho sorprendido a los demócratas que expusieron sus vidas de forma valiente. Algunos de ellos no solo admiten, sino que aplauden que ETA esté dentro de los distintos parlamentos, por ese simple y minúsculo detalle que ahora les permite pasear por las aceras sin tener que girarse para detectar la sombra miserable del terror.

Me decía una escritora vasca no hace mucho: Es muy fácil, demasiado fácil hablar del sufrimiento causado por ETA, sin haber sido objetivo del aparato monstruoso que aquí nos fabricaba la amenaza de muerte.

Y también se me viene a la mente un buen amigo que, siendo alcalde de un pueblo de Salamanca, fue llamado por la policía para hacerle saber que su nombre aparecía señalado en un listado etarra. Sobra decir que desde aquella fecha el miedo se instaló para destruir la tranquilidad de aquella buena y respetable familia.

Por esto escucho con suma atención a quienes, viviendo una tragedia tan dura, ahora se han reencontrado con el sabor de la vida, sin miedo alguno a pisar las calles y pueblos del país vasco.

Otra cuestión es que el gobierno se haya visto forzado a obtener el apoyo de los separatistas para mantener la llave del palacio moncloíno, encajando en el feudo legalista el recuerdo hacia los compañeros que, por defender la libertad democrática, regaron aceras y cafeterías con la inocencia de su sangre.

Esto sí cuesta entenderlo por muy legales que sean los acuerdos y todos los pactos precisos para poner la silla en la burra.

Y por supuesto que respeto con absoluta claridad a quienes, sufriendo el dolor causado por el terrorismo etarra, no perdonan ni se prestan a asimilar esta relajación bañada en los pozos opacos del olvido.

Pero cueste o no cueste asimilar esta batería de decisiones chocantes, el futuro las irá fortaleciendo por la necesidad que tiene de ellas, una izquierda, que como se presume, pierde fuelle para soplar la fragua.

 

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