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Opinión

La muerte de la Culebra. Herida profunda en el corazón de Aliste

Un pueblo rodeado pro el pantano y el terreno quemado en la Sierra de la Culebra. (Ical) ARCHIVO.

[dropcap]L[/dropcap]a Culebra, enroscada por las alturas serranas, toca el cielo desplomado que bendice a Aliste. Cóncavo, el añil terciopelo acoge en sus zócalos el terrenal luto que ennegrece los picachos.

Es la huella humana, que, con alevosía y premeditación de animal absurdo, casi de bestia enjaulada en fobias criminales, ha esquilmado la obra natural que, por esos lugares de la tierra mía, era una explosión de bellezas sublimes, con ese toque de sencillez que rodea y toca, desde siempre, todo lo que tiene que ver con Aliste.

Peña Mira es ahora vigía estupefacta del paisaje que se cierne como un cenizal exhalante del negro matiz que barrunta la gaita que toca la muerte.

La Sierra de la Culebra es un alarido que impregna y ahonda, como un puñal de fuego, el rasgo fuliginoso del agonizante horizonte. Desde Figueruela de Abajo, donde la encina milenaria aposenta ese reconocido galardón de ser uno de los especímenes más significativos y desconocidos del mundo por sus descomunales dimensiones, es desolador el encuadre de aquel interminable velatorio que dilata, por sus salas ennegrecidas, duras insinuaciones que se adentran y mueren en los cercanos cerros portugueses.

Nos cuentan que se acaba de ver un lobo, que ante la figura humana se ha fugado aterrorizado hacia el cómplice camuflaje de las negrilleras y los jarales. Un lobo que quizás ande indagando dónde buscar el sustento sobre aquel territorio yermo que se extiende como una interminable losa por la montaña.

A medida que recorremos los límites de Figueruela, con extraño dolor punzante recupero a mi lado la presencia de los míos y junto a ellos, atronador, un silencio de existencia ansía ahogarme. Las cortinas que testifican haber visto espigar sobre ellas el grano, ahora, muestran el abrazo de la maleza y los zarzales, que denuncian el abandono que abraza las poblaciones alistanas.

La fauna, seguramente única e irrecuperable, en la huida que busca un pedazo de aliento, se muestra a través de los animales desorientados, que posiblemente no entiendan cómo ha desaparecido el antiguo color de la vida.

Y mientras esta miseria cercena los pueblos alistanos, los políticos de turno (los mismos de siempre) juegan al escondite sobre los tercos tableros de la oportunidad donde se amasa el voto que regala lisonjas y prebendas.

Pueblos abandonados a su suerte, donde da el cante una estructura paupérrima de servicios esenciales. Pueblos que son mantenidos solo por los héroes que los habitan desde la querencia que los une al irrenunciable amor que sienten por aquella bendita y amada tierra.

Quizás esté llegando ese momento del despertar ante el flagrante olvido que sufren, como Aliste, todas esas comarcas de la España derramada, para dar el golpe reivindicativo sobre la mesa de los derechos.

Es hora de planes y diseños, de estructuras que empiecen de una vez a garantizar una mínima defensa frente a los desalmados asesinos de la naturaleza; hora de reducir y aniquilar a los hijos de la gran puta universal que parió egoísmos y odios propios de hienas mal nacidas.

Sobran las palabras rimbombantes con fétido olor a despacho y faltan los esfuerzos, no de estos políticos de medio pelo incompetentes, sino de quienes, amando la naturaleza, tienen la preparación necesaria para ejecutar y liderar nuevas expectativas de salvación que nos impliquen a todos en la posible reapertura de algún sendero hacia la esperanza.

Tarea de enorme complicación cuando ves cómo se pavonean quienes, teniendo el poder, vomitan su escasez de talento para sacarnos del embrollo en el que estamos a punto de fenecer.

Regresando a Figueruela tengo la sensación de presenciar, tras una neblina de sensaciones y deseos, la cabriada que, conducida por mi madre, regresa a los verdes campos de ensueño, entre nogales y castaños que escoltan con sus sombras expertas el camino del tiempo y la vida…

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