“Los mercados pueden mantener su irracionalidad más tiempo del que tú puedes mantener tu solvencia.”
J. M. Keynes
¿Qué tipo de organización política, económica y social rige la sociedad actual? Es una pregunta con una respuesta difícil. Desde la caída del muro de Berlín y el derrumbe de los regímenes de Europa del este la supremacía del sistema capitalista es indudable, pero la propia evolución del sistema hace que ahora la respuesta no sea tan sencilla y lo que se denominó como el “fin de la historia” sea una falacia.
El capitalismo establece sus bases en las leyes del mercado, que a su vez se regula por la ley de la oferta y la demanda, que supuestamente controla los excesos del propio sistema mediante la competencia; sin embargo, los monopolios y oligopolios atentan contra esas mismas leyes al eliminar la competencia, que han sustituido por el lucro incesante e inmediato y son capaces de establecer sus propias condiciones al mercado por abusivas e irracionales que parezcan.
En este tipo de situaciones el Estado, a través de los gobiernos elegidos democráticamente por los ciudadanos, tiene la misión de controlar los excesos para garantizar un correcto funcionamiento de la sociedad en su conjunto y del propio mercado, pero ¿esto es real en la sociedad actual? En mi humilde opinión no y el papel que las leyes básicas que el sistema capitalista asigna al Estado hace décadas que los gobiernos son incapaces de hacerlas cumplir. Joseph Eugene Stiglitz, un escritor y economista norteamericano, premio Nobel de economía en 2001, autor de El precio de la desigualdad y Caída Libre, señala que «la globalización está produciendo países ricos con población pobre porque hemos permitido que los mercados modelasen ciegamente nuestra economía, y al hacerlo, también nos han modelado a nosotros y a nuestra sociedad. Ahora tenemos la oportunidad de preguntarnos si la forma como nos han modelado es lo que queremos». Deberíamos hacernos esta pregunta todos y cada uno de nosotros, cada día, todos los días.
Las grandes corporaciones son transnacionales y funcionan, como ya he señalado, en régimen de monopolio imponiendo sus normas a los propios estados que son más débiles que ellas, pero es que además son capaces de imponerlas incluso a estructuras políticas supranacionales, y supuestamente más fuertes por agrupar diversos estados, como es el caso de la Unión Europea. Bruselas o Estrasburgo son más un espacio de imposición de decisiones económicas a los estados miembros, dictadas por los grandes trust empresariales, que capitales políticas donde los representantes elegidos por los ciudadanos velan por los intereses de sus electores.
¿Existe alguna posibilidad de cambio en la correlación de fuerzas entre los estados y las grandes multinacionales? Pues sinceramente creo que, salvo un cataclismo global producido por las contradicciones del propio sistema capitalista, no es posible. ¿Y ello en que me afecta a mi como ciudadano? La respuesta es sencilla: los ciudadanos hemos dejado de ser protagonistas de la organización social para pasar a ser simples trabajadores y consumidores al servicio del interés de las grandes multinacionales, y las empresas han dejado de regirse por las leyes del mercado para dictar ellas las normas con el único objetivo de obtener el máximo beneficio inmediato, caiga quien caiga, aun a riesgo de estrangular el propio sistema político, económico y social, y aun a riesgo de destruir el equilibrio vital del planeta, porque sus objetivos están dirigidos no a crear nueva riqueza, sino a arrebatársela a los demás.
Cuanto más débil es un gobierno las corporaciones aprietan más la soga alrededor del cuello de los ciudadanos. Cada día tenemos ejemplos de cómo las grandes empresas imponen a los gobiernos, de cualquier color (las ideologías hace tiempo que ya no rigen los gobiernos y son simples etiquetas de revestimiento de los partidos), normas que afectan a nuestras vidas mucho más de lo que pensamos y que condicionan no solo nuestra vida día a día, sino todos y cada uno de los detalles que la regulan. Existen múltiples ejemplos que lo demuestran, como por ejemplo el pulso ganado por las empresas de energía, encabezadas por las eléctricas, a los gobiernos europeos con la connivencia de Bruselas, pero existen muchos otros ejemplos que demuestran nuestra indefensión como trabajadores y también como consumidores.
Como trabajadores hemos sido sometidos a excesos que nunca pensamos que nos podrían imponer. La pérdida de derechos laborales en la última década ha sido brutal, concretados en España con la reforma laboral impuesta por el gobierno del señor M. Rajoy y cuya modificación (olvídense de la reversión completa) de sus aspectos más lesivos por la ministra Yolanda Diaz ha supuesto una batalla política de gran calado dentro de España y del propio gobierno elegido democráticamente por los ciudadanos, y cuyos resultados positivos están a la vista de quien quiera verlos.
Como ciudadanos y consumidores estamos también sometidos a los pactos de las grandes corporaciones que tienen como fin evitar la competencia entre ellas y que se reparten el mercado con total descaro pactando precios y, cuando las condiciones lo exigen, se fusionan pasando de oligopolios concertados a monopolios “de facto” bajo el eufemismo de la concentración empresarial. Todos sufrimos cada día atropellos por parte de este tipo de empresas, para las que hemos dejado de ser clientes para ser simples usuarios de sus servicios si podemos pagarlos. Pongamos algunos ejemplos de empresas que no compiten entre sí por captar o mantener clientes, sino que imponen condiciones draconianas pactadas previamente entre ellas: bancos, petroleras, gasistas, eléctricas, telefónicas, cadenas de supermercados en particular y grandes redes de distribución en general, líneas aéreas y de transporte, … por eso, cuando usted esté indignado con cualquier atropello que sufre en el día a día, piense que lo mismo nos sucede al resto de los ciudadanos que estamos desarmados frente a los desmanes.
Posiblemente no existen estructuras más inútiles en todas estas empresas que los departamentos de atención al cliente: no sirven de nada, son adornos estéticos que funcionan con operadores telefónicos que no resuelven nada y te desesperan cuando inocentemente esperamos al teléfono una solución que casi nunca llega. Lo mismo sucede con organismos que deberían evitar estas prácticas como la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia (CNMC) que tampoco sirve de nada. Únicamente nos quedan los recursos a través de las oficinas de consumo o la propia OCU, con el coste personal de tiempo y dinero que supondría estar reclamando constantemente.
Podemos concluir con un parte de guerra “cautivo y desarmado el ejercito de ciudadanos, trabajadores y consumidores, las tropas multinacionales han alcanzado sus últimos objetivos”.