[dropcap]A[/dropcap]lgunas cosas sí se están haciendo bien en Peñaranda. Después de la puesta en funcionamiento de la Casa del Arte María Carrera, el último atractivo con el que cuenta la ciudad, desde hace tres meses, es el conjunto iconográfico de dieciséis pinturas, realizadas por Alejandro Mesonero, con el que se ha cubierto el muro del presbiterio en la parroquia de San Miguel, muy desangelada desde su reapertura al culto tras la reconstrucción obligada por el pavoroso incendio de 1971.
En el recuerdo de los peñarandinos había quedado la pena por la pérdida del extraordinario retablo del altar mayor, quizás la obra más completa de Esteban Rueda. Pese a la colocación de tres imágenes grandes, la impresión de vacío estuvo siempre presente. De ahí las cíclicas propuestas para volver a llenar ese espacio con un retablo. El debate estuvo entre realizar uno siguiendo los cánones clásicos (se habló incluso de reproducir el de Rueda) u optar por una solución acorde con los tiempos actuales.
De todas las iniciativas, la más seria y factible fue la de Alejandro Mesonero, un artista bracamontino que ha desarrollado la mayor parte de su actividad creativa en Madrid. Tempranamente expuso su idea de ornamentar, con unas pinturas dedicadas al Antiguo y Nuevo Testamento, los fondos de las naves laterales, desnudos también al destruirse en el incendio los retablos de la Pasión y el Cristo de la Misericordia. Pero la idea no cuajó hasta 2015, cuando el Ayuntamiento se implica directamente en el proyecto y el Obispado da su visto bueno, pero con un cambio. Carlos López, entonces obispo, apostó por cubrir el fondo del altar y pidió al artista que, tomando alguna referencia del antiguo retablo, realizase una obra actual. Mesonero reelabora entonces su proyecto y lo estructura a partir de una pintura de Cristo resucitado, realizada para la exposición Miradas 2000 y propiedad del Obispado de Salamanca, que pasaría a ser el motivo central del conjunto iconográfico junto al sagrario y el crucificado preexistentes.
Las quince pinturas restantes, de gran formato, supusieron dos años de trabajo para el pintor. Están dedicadas a los doce apóstoles, que junto a las escenas de la encarnación y epifanía y la abstracción dedicada al Espíritu Santo completan los motivos iconográficos. El mensaje, en sintonía con la nueva evangelización de la Iglesia, es más profundo de lo que a primera vista parece. La obra presenta varios niveles de lectura, con muchos símbolos que solo una mirada pausada permite desvelar. A ello ayuda conocer la trayectoria de Mesonero, un pintor educado en el clasicismo, discípulo de Zacarías González, que deja con su pincel trazos de los grandes maestros mientras en su pintura plasma desasosiegos e inquietudes de las vanguardias que escarbaron en el alma humana, con evocaciones siempre de un misticismo de tendencia esotérica.
Las pinturas de Peñaranda, no podía ser de otra manera, están dotadas de una profunda espiritualidad, potenciada al compaginar de manera magistral lo canónico con lo apócrifo y la piadosa tradición. Con un sentido del equilibrio muy logrado, Mesonero consigue con solvencia el objetivo tantas veces demandado para el arte religioso del presente, transmitir la buena nueva con el lenguaje y la expresión plástica de nuestra época, sin repetir fórmulas ya manidas y desgastadas que apenas aportan nada.