Son las dos de la madrugada, la ciudad descansa. El viaje ha sido largo, muy largo. Tanto como recorrer más de 1.600 kilómetros a lomos de esas furgonetas polvorientas, ya dispuestas a pasar la noche a la luz de la luna en la remozada plaza del Mercado Viejo. Hace dos meses, comenzaba esta lejana aventura de sudor y sueños que cumple ya 14 velas. Primero, hasta Cáceres, Sevilla y Cádiz. Después, cruzar el Estrecho hasta Tánger y pasar por Rabat, Casablanca y Marrakech. Aún hay que arribar hasta Agadir y, de ahí, remontar la costa hacia el sur hasta perderse, por fin, en el vasto interior de la provincia de Sidi Ifni. Cuatro días de travesía, codo con codo, que dan para mucho.
Javier A. Muñiz / Ical.- A la mañana siguiente, ya de vuelta en la Casa Escuela Santiago Uno de Salamanca, rostros cansados y cierta excitación por la resaca de lo vivido. “¿Puedo haceros una pregunta? Vosotros, ¿por qué os interesáis por algo así?”. Los ‘chicos de Santiago’ están más acostumbrados a figurar en las páginas de sucesos de los diarios locales. “Es que se ha incendiado no se qué” o “es que alguna se ha liado”, bromean entre risas. La mayoría proceden de entornos desestructurados, están al amparo de los servicios sociales y, algunos, incluso son infractores y tienen requisitorias judiciales. El proyecto ‘Levantando Escuelas’, premiado en el pasado por la Fundación Telefónica, les otorga una oportunidad para cambiar las cosas.
Recién llegados, los jóvenes Naira Vargas, Dolores Majo, Sami Barba, Roberto García y Mario Manzano se reúnen en una aula de la escuela con el educador Jorge Hernández para hacer un repaso de la experiencia. La típica ‘comentada’. Es él quien rompe el hielo y explica a Ical cómo el proyecto se ha ido reforzando hasta cumplir este verano su decimocuarta edición. Según resume, consiste en que “chicos con la etiqueta de fracaso escolar” viajen para realizar proyectos de cooperación en poblados rurales bereberes ubicados en la región de Souss-Massa-Draa, de las más pobres de Marruecos, donde “cambian totalmente el perfil” y se convierten en cooperantes, “verdaderos héroes”, que pasan dos meses ‘currando’ con “calores extremos”.
El educador comenta que se trata de pueblos “muy habitados, pero muy desperdigados” y, sobre todo, “muy abandonados” por el Gobierno del país. Durante el verano, reabren una escuela y construyen una pista polideportiva, además de un parque infantil. “Eso atrae a toda la comunidad y hace que se impliquen asociaciones y familias que nos confían a sus hijos para que estén cada día con nosotros”, apunta. Les entretienen construyendo la pista, estudiando, aprendiendo a coser, haciendo dispensario médico, con juegos de animación sociocultural y con talleres de formación profesional. “Como cada año bajamos, eso hace que ya haya una confianza”, subraya.
Este año la comunidad local ha recopilado dinero por los más de 150 pueblos que forman parte del convenio para poder entregar hasta 100.000 dirham, unos 10.000 euros, a fin de financiar por sí mismos aproximadamente el 50 por ciento de la inversión total de la pista. “Al final es una cancha y un parque infantil con un tobogán y un columpio, algo que aquí no tiene casi valor, pero que allí es un auténtico revulsivo para la gente”, matiza Hernández. El campo, manufacturado a base de carretillo va y carretillo viene, está ocupado “las 24 horas” sin importar que haya “40 o 50 grados” y el parque infantil, con su adusto tobogán de hierro, acumula colas “como si fuera la Warner”.
A ello, este año ha habido que sumar el contacto con las propias familias marroquíes, pues los jóvenes han vivido una auténtica experiencia de inmersión en el modesto tejido social local. “Son gente muy sana. Cuesta entenderlo desde aquí. Una de las chicas, por ejemplo, decía que se sentía más libre en Marruecos que aquí. Allí acogen a nuestros chicos sin preguntar nada. Son familias muy pobres, pero continuamente nos invitan, comparten todo. Y los chicos están encantados de ir a sus casas porque algo se remueve por dentro”, valora el técnico, quien tilda de “increíble” la relación que se puede llegar a establecer entre gente que se comunica en distintos idiomas.
“Para mí, se convierte en una historia de convivencia, esfuerzo y diversión sana. Muchas veces, aquí en Salamanca está el tema del alcohol y los porros. Todo esto, que es imparable, porque lo tenemos en la puerta y en todos los sitios. Parece que no hay manera de encontrar la forma de divertirse sin drogarse”, lamenta. Sin embargo, valora que estos jóvenes hayan dejado todo eso de lado para pasar dos meses “sudando, riendo, y hasta alguna vez llorando” en el norte de África. En esencia, para este implicado profesional de Santiago Uno, quien confiesa haber tenido que superar ciertos “miedos y prejuicios” a la hora de llevarse hasta a sus propios hijos a Marruecos, el viaje con ellos ha sido “un auténtico privilegio como experiencia educativa».
Los chavales, mientras, asienten, ríen, apostillan y hasta alguna lágrima se escapa al conectar el discurso del ‘profe’ con sus propios recuerdos. Uno de ellos es Sami Barba, acostumbrado a fajarse en corros de ‘freestyle’, quien toma la palabra el primero y destaca lo largo que se les hizo semejante el viaje. Al llegar, les costó organizarse y tuvieron que dormir todos juntos en una misma habitación, algo “muy agobiante por el calor”, que en la zona depara incómodas noches tropicales. Después pudieron instalarse en el colegio, no sin antes ocuparse de algunos arreglos, ya que, por ejemplo, “no había agua potable ni camas”, así que tuvieron que extender esterillas en el suelo para dormir y cambiar la grifería del lugar antes de ponerse manos a la obra con la cancha.
Según comenta, para él ha sido “una experiencia “dura, pero divertida”, a pesar de reconocer que, al principio, no le gustó demasiado la idea. “Si te digo la verdad, cuando me propusieron ir a Marruecos no quería. No me planteaba lo de estar trabajando todo el día, porque no soy de esos. Pero luego ya te acostumbras a levantarte e ir a la obra, a la rutina. Ahí empiezas a ver que lo que estás haciendo es bueno para ti y también para ellos. Mario Manzano, sentado a su lado, se une a la charla para destacar la cálida bienvenida que recibieron, pues al llegar a Eddar, el pequeño pueblo bereber donde construyeron la pista, “había un montón de niños, música, y se pusieron muy felices al ver a tanta gente que venía a jugar con ellos”. Fueron recibidos hasta por las autoridades locales ataviadas con sus mejores galas.
El día a día, como no podía ser de otra manera, resultaba entretenido. A la labor de construcción, había que sumar la limpieza. A mano, por supuesto, y teniendo que ir a buscar agua al pozo. “Cada dos o tres días, nos quedábamos medio sin día agua”, apunta Dolores Majo, otra de las jóvenes que ha participado en el proyecto. El educador sugiere que ese tipo de cosas, tan mundanas en la sociedad occidental, “te hacían entrar en un ritmo que te envuelve y hace que todo sea como mágico”, en medio de un paisaje configurado como una suerte de postal navideña. “Allí solo hay chumberas, árboles de argán y cabras. Era como el nacimiento navideño: gente con la burra, el otro a por agua con cántaros, el herrero…”, bromea entre las risas de los chicos.
“Alguien me dijo que era como España en la posguerra”, apostilla Roberto García. Para él, sin duda, lo mejor fue la gente que tuvieron oportunidad de conocer. “Aquí no te abren las puertas así como así. Hay que estar allí y vivirlo. Lo poco que tienen, te lo dan solo para verte a ti feliz con ellos. No me esperaba eso para nada, me esperaba cuatro marrulleros y es gente muy hospitalaria”, reflexiona el joven. La última en intervenir es Naira Vargas, más tímida y, seguramente, la más sensible. Apoya el discurso de Roberto trayendo a colación otro de los trabajos que les tocó abordar: la puesta a punto de una casa sin techo ni baño. “Eran muy pobres, súper humildes, y nos daban todos los días algo de comer. No tenían ni burro, que allí todo el mundo tiene, pero fueron muy majos”, recuerda.
El padre de aquella familia era portador del VIH y la enfermedad le había supuesto un estigma irrevocable que había degenerado en exclusión social. “La gente tenía miedo porque pensaba que se iba a contagiar. No le contrataban para nada. Nosotros fuimos allí con él, y al quinto día de estar, aparecieron tres o cuatro a echar una mano. Acabó todo el pueblo acudiendo una noche a echar el hormigón. No cabíamos ya en la casa”, recuerda Jorge. Al final, el compañerismo y el agradecimiento mutuo, como lecciones más repetidas durante la charla, seguramente fueran las principales enseñanzas que han logrado importar estos chicos.
El anecdotario concluye con la emocionante experiencia de Naira en casa de la madre de uno de los educadores locales cuando, sin saber muy bien cómo ni por qué, se hizo daño en un tobillo, se le inflamó y no podía caminar del dolor. «La señora me puso un trapo con cera hirviendo. Pensé que me iba a quemar el tobillo y que se me iba a caer a cachos, pero al final se me curó”, relata. Se emocionó. “Empecé a llorar, a decir que me quería quedar con ella, que era gente muy humilde, y que en España eran todos unos egoístas. Alguien se lo debió de traducir y se puso a llorar conmigo. Lloramos juntas. Al final, todos llorando”. Fue una escena ocurrida en plena fiesta del cordero, otra de las costumbres que, según comentan, más les impactó a todos.
Al final, se trata de un proyecto que “desmonta muchos prejuicios”. Y ese es su principal valor. “Aquí en España hemos perdido la noción de lo que vale hacer las cosas, pero allí se valora todo y lo aprovechan al máximo», insiste el educador. Por eso el juego no acaba «hasta que cae la noche». Mientras, los jóvenes, aunque temen que ahora se les escape algún “nsala malekun” por la calle, admiten que esta experiencia les ha cambiado, que han aprendido a otorgarle otro valor a las cosas y a apreciar cada una de las oportunidades, muchas o pocas, que se presenten. Para algunos era “Marruecos o el Zambrana”, pero disponen de nuevas herramientas para construirse un futuro y seguir dándole cancha a sus sueños.