Kinza era moza hermosa, grácil, piel blanca de porcelana fina, liso pelo castaño. Ojos verdes. Gruesos labios rosados trazados por la mano de Dios. Vestía vaporosa túnica blanco del Nilo y en la cabeza un fino pañuelo de seda de intenso azul. Hablaba perfectamente la lengua romance de los cristianos y mantenía la cultura mudéjar, heredada de los moriscos obligados a convertirse en 1501 por el Cardenal Cisneros.
En 1609 vivía en el pueblo armuñés de Moriscos cuando el Rey Felipe III ordenó expulsarlos del reino. Se consideraba muy charra y por ello renunció al exilio africano, pero tuvo que mudarse a un pequeño valle casi perdido, a dos leguas de Salamanca, atravesando el puente del rio Zurguén a su paso por la Ruta de la Plata. Allí, junto a su familia fabricaban preciosos mosaicos y cultivaban todo tipo de plantas, creando un paraíso de convivencia. La gran pasión de Kinza eran las flores y entre rosas y jazmines tenía aún otra en mayor estima: La flor del pájaro. Sus pétalos abiertos al aire parecían jilgueros multicolores en pleno vuelo. Pero la felicidad y la belleza son frágiles, corrían malos tiempos para los sarracenos.
Nuestra doncella venía siempre a Salamanca el día de su patrona para echarle flores a la cristiana Virgen de la Vega. Como era un día especial se pintaba los ojos con Kuhl de fino carboncillo, también tomaba el Suhur -alimento de madrugada- para hacer el Fard -ayuno- hasta el anochecer. Eran días del noveno mes lunar y los seguidores del Profeta Muhammad tenían esa tradición a la que llaman el Ramadán.
En 1614, al regresar a su querido y verde valle, unos “cruzados” incendiaron el poblado y mataron a sus familiares. Sorteando brasas entró en su aposento, cogió un pequeño saquito y lo colgó del cuello. En su huida, uno de los bellacos la persiguió a caballo y antes de que se escondiera en una gruta, que ella conocía muy bien, descargó el arco y una flecha atravesó su corazón. En un suspiro, murió Kinza. El malandrín la desnudó para robarle cuantas joyas llevara encima. Tiró brutalmente del extraño colgante y al abrirlo solamente encontró unas cuantas semillas. Lleno de odio las lanzó al aire y como si hubieran intervenido conjuntamente el Dios de los cristianos y el Alá de los musulmanes, una ráfaga de viento las llevó a lo más hondo de la cueva inaccesible para los mortales. Desde entonces, la Flor del Pájaro brota cada primavera en el Valle de la Valmuza, recordando con su fragancia la existencia de la bella morisca Kinza.
Por. José Luis Salamanca