“No permitan a los periodistas que alimentemos el odio, hagan que alimentemos los sueños”.
Iñaki Gabilondo
La libertad de expresión es uno de los principios básicos de las constituciones de los países democráticos. El artículo 20 de la sección primera de la Constitución Española dedicada a derechos y deberes fundamentales así lo recoge. La primera enmienda de la Carta Magna de los Estados Unidos protege el derecho a la libertad de expresión sin interferencias del gobierno.
En estos preceptos se ampara la libertad de información y la libertad de prensa y, por eso, se ha considerado a los medios de comunicación como el cuarto poder de un estado democrático, presuponiendo que utilizarán esa libertad al servicio de la verdad y en defensa de los ciudadanos. Durante muchos años, cuando ejercían ese derecho de forma independiente, los medios gozaban de respeto y consideración social y contribuían notablemente a la salud democrática de un país. Decía Iñaki Gabilondo en 2019 al recoger el IV Premio a la Libertad de Expresión: “los periodistas administramos un derecho, no somos titulares del derecho de libertad de expresión; es un derecho de la sociedad que nosotros tenemos que administrar”.
En las últimas décadas se ha producido una concentración de los medios de comunicación en pocas manos, ligadas a grupos económicos y empresariales que los utilizan para condicionar a la opinión pública y a los gobiernos. La libertad de prensa ha dejado de ser la libertad de los periodistas para informar y ha sido sustituida por los consejos de administración, que son quienes dictan la línea editorial. Los periodistas se han convertido en “la voz de su amo”. Al final la línea editorial y de los artículos no la determina el periodista sino “quien paga la tinta”. Son auténticos comisarios que determinan qué se publica y qué se oculta, qué se defiende y qué se ataca.
En los medios periodísticos “serios” esta perversión de la libertad de prensa, ha producido un alineamiento inequívoco de los periodistas con las líneas editoriales de sus empresas, puesto que quien no acata el “prietas las filas” termina en la calle y, a fuerza de ser dóciles, se ha producido la sumisión de los propios periodistas en forma de autocensura, que es la peor de las censuras, y en un ejercicio permanente de intentar agradar a quienes mandan en la cadena o en el periódico.
Paralelamente se ha producido un crecimiento exponencial del periodismo basura, ese estilo periodístico que consiste en perseguir una persona por la calle, meterle una alcachofa en la boca y hacerle una pregunta insustancial, o gritar en las televisiones más que el resto de los contertulios, sin dar opción a que se puedan exponer otras opiniones ni a defenderse a aquellos a quienes se vitupera. ¿Qué se les enseña en las facultades de periodismo?
Vienen estas reflexiones a cuenta de la conspiración basada en la difusión de mentiras, conscientemente de que eran mentiras, para evitar el triunfo de Podemos en las elecciones de 2016, y que han continuado hasta nuestros días para acabar políticamente con Pablo Iglesias y con Podemos. Estas revelaciones, conocidas por la publicación de audios grabados por el “comisario Villarejo”, han puesto de manifiesto como se utilizan algunos medios para doblar la voluntad de los electores y, por tanto, para pervertir la democracia utilizando cualquier método, difamación incluida, y a cualquier precio. Este asunto conocido como Ferreras Gate ha señalado directamente a determinados periodistas y medios, y demuestra que la libertad de prensa no existe, que muchos periodistas trabajan al dictado, sin ninguna ética, y que ponen su inteligencia al servicio de la mentira con un entusiasmo encomiable y digno de mejores causas.
Ryszard Kapuscinski, un periodista polaco ya fallecido escribió: “cuando se descubrió que la información era un negocio, la verdad dejó de ser importante” y “para ejercer el periodismo, ante todo, hay que ser buenas personas. Las malas personas no pueden ser buenos periodistas”.
Otro maestro y editor de periodistas Joseph Pulitzer, señalaba que “una prensa cínica, mercenaria y demagógica producirá un pueblo cínico, mercenario y demagógico” y en eso pretenden convertirnos. La salida a la luz de este tipo de prácticas ha provocado la rebelión de las audiencias y ha puesto contra las cuerdas tanto a los periodistas que utilizan la mentira, como a determinados programas y cadenas, cuya conducta ha recibido el rechazo internacional y que han visto como han caído en picado sus audiencias y, por tanto, sus ingresos publicitarios. Quizás la verdad termine abriéndose paso siempre que, como señalaba Steven Spielberg, “la gente mire más allá de la televisión o la prensa y valore si un líder habla de corazón y lucha por sus propias creencias o se limita a transmitir las ideas de otros”.
Es necesario resaltar que, como sucede con los políticos, no todos los periodistas son iguales y existen periodistas honestos, con una práctica ética, que constituyen la esperanza del futuro de una profesión que debería servir para defender los derechos de los ciudadanos frente a las grandes corporaciones. A muchos de ellos los han despedido, pero siguen ejerciendo con los medios a su alcance un periodismo ético. A ellos vaya mi reconocimiento.