[dropcap]L[/dropcap]a exposición Nada es un contenedor de néctar para el gozo, en el que las esculturas de Severiano Grande vienen a decirnos que sobran las palabras. Solo mirada y sentimiento azuzan los territorios emocionales donde es posible, con una mínima sensibilidad, capturar nuevos alientos.
Admirando estos días Nada en la Torre de los Anaya, resucita, en lo más profundo de cuanto tengo, aquella ética intratable con la que Severiano surcaba los espacios de su verdad. Y es que, el ser humano que habitaba sus anhelos, era el artista que, en cada instante de cualquier día, irradiaba en vendaval imparable el sueño permanente de tallar la vida.
Luego aparecía el don del grito que solo él podía escuchar, cuando la materia reclamaba sus manos. Valga como ejemplo aquella piedra que todos ignoramos subiendo a la Laguna de Gredos, cuando pedía, según Seve, auxilio. Él la cogió con extrema delicadeza retándome a que, si cargaba con ella durante el complicado recorrido, me mostraría el rostro que escondía.
Hoy cuando contemplo esa joya, se arrulla entre mis silencios su voz y como un cincel de recuerdos me taladra el alma, mientras torno al anochecer de aquellos años en que, palabra y discusión nos amueblaban la existencia.
Y se me viene a la mente el medallón de Unamuno que tendría que estar colocado en la Plaza Mayor. El extraordinario boceto rueda sobre el caprichoso vaivén de los tiempos por el estudio de Mozárbez, delatando la extremada pulcritud de una moralidad que en Severiano Grande afloraba cuando el cocido olía a puchero intragable. Entonces brotaba la implacable honradez en quien había nacido para no doblegar el talle ante los caprichos mundanos y menos si estos llevaban el pestilente hedor de la memez política.
¿Cuántos habrían renunciado a poner un medallón encargado por el Ayuntamiento para la Plaza, por el simple hecho de mediar algún nimio matiz que atentase a la integridad personal?
Este no es momento de criticar el pasotismo de quienes tendrían que promover un acercamiento a la familia y hacerse con la obra de Severiano Grande, para ser expuesta de forma estable en Salamanca. Me consta que los que viven para perpetuar la obra del escultor, fallecido hace un año, cederían a la ciudad las esculturas, bajo la premisa de que se perpetúe su nombre en un lugar digno que acoja sus impresionantes tallas.
Sería un delito, propio de delincuentes culturales, que esta obra extraordinaria, irrepetible y única acabe formando parte de un museo en alguna otra latitud.
Y es que hay una localidad fronteriza a Salamanca, en la que Seve dejó su firma con sorprendente resultado, cuando se acudió a él para darle solución al problema que hería una de las murallas más famosas del mundo. Antes, sus certeros golpes crearon y asentaron una columna de complicada ejecución en uno de los patios más emblemáticos de la referida ciudad.
Algún día habrá que contar en qué museo de España dos figuras de Seve son admiradas, mientras se atribuyen a un artista muy reconocido del siglo pasado. Simplemente abriendo una zona enyesada que da el cante en forma de piedra, se puede leer: esta escultura salió de las manos de Severiano Grande, escultor salmantino, nacido en Escurial de la Sierra en el año…
Necesitaría muchas páginas para enmarcar sentimientos y esa veneración que profeso a quien fue uno los personajes más auténticos que pude conocer a lo largo de la vida, pero ahora, he de terminar estas letras contemplando esta Nada que vuelve a atraparme en las sombras de las esculturas, que proyectan, como gubias y cinceles, sobre la eternidad, el golpe certero de un maestro de maestros: Severiano Grande García.