[dropcap]S[/dropcap]e salvaron después otros muchos monumentos, de tal manera que en mis doce años de alcaldía sumamos más de veinte, pero, al margen del número, sirvió para que el resto de las administraciones hicieran lo propio. Se creó una competición sana entre ellas para ver quién era el que más invertía. También me sirvió como forma de presionar cada vez que visitaba un despacho en Madrid o Valladolid.
Para mí era más fácil pedir una inversión en el Barrio Antiguo llevando por delante las inversiones del Ayuntamiento. En aquellos años, la década de los ochenta, muy pocos municipios de España, por no decir ninguno, llevaba una política tan agresiva de rehabilitación de su patrimonio como el de Salamanca.
El caso de la iglesia de San Blas fue espectacular. Al tratarse de un templo situado enfrente del Colegio Mayor del Arzobispo Fonseca sus ruinas eran observadas por cuantos nos visitaban y, especialmente, por los huéspedes ilustres que se hospedaban en el mismo.
Al estar al lado de la antigua Facultad de Medicina me topaba con las ruinas todos los días al ir a clase. El espacio fue utilizado como carbonería, mezclándose en los altares, entre la nave y el presbiterio, montículos de carbón, leña y cisco, dando al lugar un aspecto tercermundista. Al llegar a la alcaldía hable con el obispo Mauro para que cediera las ruinas con el fin de rehabilitarlas, y accedió de buen grado a mi petición.
Encargamos su recuperación a Honorio Astudillo, un artista de la cantería que trabajaba en el Ayuntamiento y al que conocía de mis andanzas por Pizarrales. Serio, honrado y trabajador, Astudillo se tomó la obra con tal interés que sacó de la ruina una preciosa iglesia donde instalamos el Auditorio Municipal y la sede para ensayos de la Banda Municipal de Música, que en mis tres mandatos dirigió con garbo y maestría el maestro Pastor.