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Opinión

Asnalcracia o el vicio de ignorarnos

Una persona manejando un ordenador. Fotografía. Unsplash.

Algún amigo lector me ha recriminado que no haya vuelto a mencionar a la Petri, que tanta murga dio durante el maldito e inolvidable confinamiento, cuando nos llevaba la contraria con demasiado descaro a todos en el patio vecinal.

El caso es que, a cuenta de su maligno gato, experto en saltar terrazas y traspasar ventanales, la vecina del 3º se encontró la colcha de la cama matrimonial hecha girones. La Petri no pudo negar que el bandolero felino era el suyo, cuando comprobó que tenía enganchadas las uñas a la tela y más que bufar juraba en lenguaje gatuno todo tipo de amenazas.

Como medió denuncia y al final apaño para no verse las caras ante alguna señoría, la Petri dejó de dirigirnos la palabra, acusándonos a todos de un complot vecinal.

Su estricto silencio lo aplica acompañado de recios matices adornando la jeta, aunque, cuando se le cruza el cablerío, dialoga en casa con el gato a voces. Es tan rechinante su cabreo que abre las ventanas para que nadie se pierda las escandalosas y desmedidas conjeturas que fabrica en su aislamiento.

Por eso me sorprendió que llamase en casa pidiendo auxilio:

-Perdona que te moleste, pero es que tengo un lío que no sé qué hacer…

-Pasa, mujer, pasa.

Me contó que llevaba un montón de días intentando hacer una liquidación con el OAGER, a cuenta de una herencia. Le temblaba la voz mientras entre maldiciones decía que el Covid, aparte de jodernos la vida, había dejado establecido, como norma, un maltrato al ciudadano que no tenía nombre.

-Es que ahora nadie te quiere ver en una ventanilla. Y es que yo, la Internet solo la manejo para chatear con los amigos. No hay derecho que a estas alturas tenga que andar devanándome las entendederas con un teclado. La madre que los…

Petri estaba tan cabreada que no sabía cómo calmar su furia. Llegó a decirme que había vuelto a verse con la notaria para renunciar a la herencia, porque entre el sablazo que le habían dado en la Junta de Castilla y León y la pelea que traía durante muchas horas con el teclado de su viejo PC, era mejor quedarse con los 4 euros que tenía bajo el colchón.

Con un refresco, paciencia y aguante, fui calmando su cólera. Cuando le dije que me trajese los papeles y que haríamos el trámite desde mi ordenador, sacó del bolso una memoria externa diciendo:

-Cómo sabía que me ibas a ayudar, porque pese a todo sé que me aprecias, venía preparada. Es que eres el único vecino con el que se puede hablar, no siempre, pero…

-Bueno Petri, durante la pandemia me diste cera hasta en las anginas, pero…

-Es que a veces te dejas manejar por esa gentuza que me odia.

El caso es que empecé con suma seguridad el trámite informático que tan descolocada tenía a la Petri, aunque pasada la primera hora, he de reconocer que estuve a punto de abandonar. No es que resuelvas el asunto siguiendo los pasos que se te indican, sino que los reinicios del cacharro, las ridículas investigaciones y todas las ocurrencias que surgen de un estado propio de locura, te hacen memorizar los más que repetidos caminos por las teclas, hasta que cual si fuera un milagro das con el asunto.

Cuando terminé por fin el proceso que mide cualquier cachaza paciente, tuve que darle la razón a Petri. No hay derecho a que, para pagar impuestos, tengas que sufrir esa tortura que, en la soledad del neófito en estos asuntos de la burocracia, te amarga la vida.

No pude por menos que recordar al gentío que anda metido en estas maldades de la modernidad confundida que nos asola con la novedosa burocracia que nos cerca. Y es que la palabra, el trato personal y esa ayuda tantas veces necesaria en quien domina papeleos, pasillos y despachos se está sustituyendo por la cómoda frialdad que busca cada vez con más insistencia alejarnos de los funcionarios que viven de nuestro parné.

Cuando la Petri me dijo que necesitaba un certificado digital para otra aventura con hacienda, me entró tal sudor frío que no vivo, esperando que vuelva a sonar en cualquier momento el timbre.

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