Opinión

La máscara de la tristeza

Una persona con una máscara. Imagen. Lilartsy. Unsplash.

A veces la tristeza se nos viene de golpe y nos ocupa la vida sin pedirnos permiso. No sabemos cuánto tiempo se quedará con nosotros ni el dolor o las heridas que hablarán de su presencia. Otras veces la esperamos, porque ha sido compañera de viaje tanto tiempo que bajamos la guardia y simplemente permitimos que se adentre y se acomode a sus anchas. También es posible que parezca otra cosa y no reconozcamos su verdadera naturaleza; entonces nos abrazará lentamente con sutiles apariencias, hasta que el pozo sin fondo de la infelicidad ya no pueda ocultarse ni ser sustituido. Hay quien busca el ardor de la tristeza, quien desea extrañamente su zarpazo invisible, porque solo bajo la presión de sus efectos se activan mecanismos de lucha y resistencia. Es un modo de perdurar, de extender la supervivencia.

Los románticos hicieron de la tristeza el motor de su capacidad creadora, la chispa que encendía el genio, la inspiración. Otros la llamaron melancolía, la mano que guiaba las sendas del misterio y la imaginación. Las más bellas creaciones artísticas han surgido desde el impulso de esta sensación tan humana y nuestra. Si observas atentamente el cotidiano discurrir de la vida en las calles pobladas, en las fábricas o en los parques, en cualquier lugar donde los hombres multipliquen su presencia verás fácilmente que también nos habita la tristeza. Es una de las marcas distintivas de nuestro tiempo. La industria farmacéutica, del ocio y del consumo lo saben muy bien y nos torpedean con las más atractivas propuestas. Todo nos induce a perseguir una felicidad reparadora que nunca llegamos a poseer, una quimera que se reinventa y se transforma cuando estamos a punto de alcanzarla.

Pero lo que nunca imaginé es que la tristeza fuese también una discapacidad, una terrible enfermedad que marca de por vida a quien la padece. Lo descubrí casualmente, en una de esas noches de obligada vigilia forzada por la gripe, mientras iba pasando cansinamente de uno a otro canal, hasta que sorprendentemente uno de ellos captó mi atención. Se centraba en un hombre británico que padecía una rara enfermedad que le impedía sonreír o mostrar en su cara cualquier atisbo de alegría. Desde que nació vive encarcelado en un rostro inexpresivo, vacío de luz y de matices, incapaz de dibujar un gesto de cercana humanidad. El nombre científico de este mal que le condena al aislamiento social es síndrome de Moebius y su descripción patológica, compleja y extensa, no viene al caso. En esencia se caracteriza por la inmovilidad de los músculos de los párpados, la incapacidad para sonreír o la desviación de los ojos hacia dentro, entre otros síntomas.

Imagina, lector, que no puedes sonreír. Imagina que, siempre que muestres tu semblante, lo único que los demás verán en él será la máscara de la tristeza. Que solo te quedará el recurso de tu voz y un lenguaje más o menos persuasivo que nunca será lo mismo que una sonrisa franca y abierta, preludio del amor o la esperanza. Aterrador…

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