Acaba de aparecer el otoño. Baldo, mi canario, ha dejado de cantar. Escucho a cambio una cantata de Mazzochi y mientras me acaricio el cuello con parsimonia contemplo la luz tan nítida que entra por la ventana de mi habitación. De pronto al inclinar el libro de poemas de Rimbaud que ando repasando se me ha caído –quizá del alma- una curiosa foto guardada entre sus páginas. Una foto olvidada en la que relajado sobre una pequeña barquichuela atisbo yo la playa santanderina a mediodía-
Era la primera semana de junio hace ya años. El cielo muy azul remarca mi figura. Estoy solo. Hacíamos un buen grupo de gente un viaje de varios días por Cantabria. Apoyo mi brazo sobre el costado de la leve barca que nos llevaba a una isla cercana. Mi expresión es relajada, gozando del sol y del tenue viento sobre mis mejillas. Llevo una camiseta blanca, muy simple, con el cuello a pico, que me cae sinuosa desde los hombros por el ancho pecho disimulando en su descenso mi incipiente vientre.
Se me ve absorto, interiorizado y distante, alejado de las otras personas que van conmigo en la travesía. Tengo una sonrisa de complacencia. Se diría que aquél día, como tantos otros, yo era feliz. Transmito una paz serena y profunda como si ya hubiese hallado el sentido de todo y hasta de mi mismo. Me reconozco en aquel tiempo y espacio, dedicado a existir, a dejarme llevar agradecido.
Pongo la pequeña foto ante mi, apoyada en el ordenador y comienzo a visualizar aquél día y los amigos y la buena gente que me acompañaban. No recuerdo bien quien estaba más cercano por aquél entonces. Me resulta imposible actualizar las caras de la mayoría. No soy consciente, no les recuerdo ya. El tiempo borra muchos teléfonos de nuestras agendas y olvida los bellos encuentros que nos hicieron vivir.
Me hallo solo en una especie de dicha y de contento: como si para estar a gusto no necesitase de nadie. Encandilado en una especie de místico nirvana con el olor del salitre, la mohina brisa y las tranquilas olas. Algo ausente de todo lo que no fuese la belleza exterior que me devolvía a mi camino íntimo. Sin hacer caso al fotógrafo que no previó la calidad de este momento que quedaba plasmado para siempre-
Me reconozco sí, pero parece que no estoy allí. Estoy dentro de mí dando sentido a esos instantes. Era yo con mis ojos quien situaba la belleza de aquel tan corto viaje. Y a la vez preguntándome por aquellos que entonces amaba, por donde andarían los que compartían conmigo aquella circunstancia. Aquello que vivimos no se ha vuelto a repetir. Las fotos son como esquelas mortuorias que nos impiden olvidar del todo aquello que ya ha desaparecido de nuestra emoción de hoy.
Sí recuerdo los espacios que gozamos: el infinito paisaje de Piedrasluengas, los chopos de la Hermida, las olas de la playa de Oyambre, el atardecer en Colindres, los montes de Lebeña, los prados de Santillana, las casonas de Liébana, el bullicio de Potes, la torre de Mogrovejo…y tantas presencias y lugares ya olvidados que nos hicieron amar la vida.
Hoy, subiendo el volumen de la cantata italiana, descubro que algo de todo aquello sigue vivo en mí, aquellos esplendores y pasados están otra vez aquí, encima de mi mesa. Que tras la soledad de aquel cielo que captó esta instantánea están aquellos rostros y aquel amor que nos tuvimos. Que soy lo que ahora soy por aquellas sonrisas y aquel viaje. Quiero al mirar la foto sentir de nuevo a todos los que amé: ninguno morirá mientras yo viva. Que aquella luz me siga iluminando hoy. Aquella brisa de la barca vuelve a soplar aquí. Y deteniendo la marcha del mundo y de este tiempo me pregunto otra vez si la vida era aquello o es este imperceptible y pasajero instante en que aquella aventura ha vuelto a comenzar dentro de mí.