En un teatro de Madrid, Rafael Álvarez, El Brujo, durante un intermedio de esos que aprovecha para contar anécdotas y andanzas del mundo de la comedia, hizo mención al teatro Liceo de Salamanca, aludiendo a que era el único lugar donde había escuchado decir con cabreo a voces: ¡Que no se ve! ¡Que no se ve!
Después, el actor nos decía que alguien remataba a gritos: ¡La culpa es de Lanzarote!
El actor no entendía qué disputa podía haber entre la isla volcánica y nuestra ciudad, hasta que en los camerinos alguien del Ayuntamiento le presentó al alcalde de Salamanca: Este es don Julián Lanzarote. Entonces fue cuando, descubierto el embrollo, le quedó la indescifrable duda de cómo era posible que, en un teatro recién inaugurado, hubiese localidades desde las que era imposible ver la escena.
Al aparecer hace unos días, entre las páginas de un viejo y destartalado poemario, el recorte de un artículo que escribí sobre este gracioso tema en El Adelanto, un sentimiento chocante me ha conducido a escarbar en la memoria y buscar aquellas columnas en las que seguramente le amargué más de un café mañanero al bueno de don Julián. Y digo bueno, a propósito, pues no recuerdo otro personaje que diese tanto pienso para alimentar los rincones de opinión en mi querido, memorable y exterminado periódico de la Gran Vía.
Aunque este sea ya tiempo en el que se apaciguan querencias y afanes ideológicos, algo extraño me obliga a preguntarme cómo es posible que un líder político, que tuvo todo el poder en su mano, recibió como premio la demolición despótica de su figura de todos los pedestales y ámbitos celestes en los que vuela con tanto éxito la gaviota por estos pagos.
Me produce ternura y tristeza que alguien, que fue el primer ciudadano de esta ciudad, merodee, en esta época de mediocridades y tontunas, los ámbitos más duros que puedan acoger, seguramente con premeditación, la traición y el silencio. Y me da pena, sobre todo, que alguien que me demostró con creces (pese a nuestras distancias y diferencias) su cariño por Salamanca viva la lamentable pesadilla de lo que puede ser un insufrible rendimiento de viejas cuentas y facturas.
Ciertamente don Julián, en caliente, embestía como un miura la franela cuando se le citaba en cualquier zona del redondel capitalino y no hacía ascos a dar la cara a pecho descubierto con increíbles meteduras de pata y lógicamente con aciertos que se oscurecían muchas veces en los departamentos populares de la libre opinión ciudadana.
Era como un motor imparable e incombustible que repartía estopa para que pudiésemos llenar, quienes escribíamos en los medios, los sacos de la simiente con todo tipo de opiniones y conjeturas.
Desde la época de Lanzarote no ha vuelto a darse ese clima vivaz que afilaba los lápices del ingenio en un medio de comunicación como el del inolvidable y querido periódico.
Claro que mucha gente prefiere vivir en la tranquilidad de estos años en los que algunos nostálgicos echamos de menos un poco de sal en el cocido residencial salmantino.
Luego apareció en los contornos de la alcaldía Luis Felipe Delgado y con él llegó el aire nuevo que trajo cierta calma y mesura a tan intrépido alcalde. Aquella nueva situación fue cortando el grifo de las ocurrencias que alimentaban el cotarro.
Cómo no recordar aquella disposición que puso patas arriba la calle Gibraltar para entorpecer el expolio de un archivo, que llegó a ser tan famoso que incluso fue defendido por quienes ni sabían dónde se encontraba ubicado.
Y así apareció en mi vida un tal don José, que en plena calle cierto día, me increpó a voces por meterme según él con un hombre honrado que quería a su ciudad como nadie. No pude convencer a aquel médico jubilado del clínico, de que yo jamás había ultrajado a don Julián a conciencia, ya que mis críticas solamente fijaban la atención en la figura de un político que tenía la gran fortuna de ser, ni más ni menos, alcalde de una de las ciudades más bellas del mundo.
Semanas más tarde don José me invitaba en la calle Prior a un café, diciéndome que se había convertido en un lector asiduo de mis columnas a partir de un día en el que cierto a preboste de izquierdas lo había fijado en diana de mis desafectos.
Nunca más volví a ver a aquel galeno que pudo ser mi amigo. En su recuerdo quiero reconocer ahora, que me negué a señalarle cinco cosas que hubiese hecho bien en la ciudad Julián Lanzarote, cuando él me achacaba que yo solo conocía y daba cuenta de sus errores.
Me hubiese gustado, ahora, mirar a la cara al bueno de don José para decirle: Por supuesto que tu alcalde dejó su firma en varias e importantes decisiones que sirvieron para engrandecer nuestra ciudad.
Algunos de esos cambios que se dieron para disfrute de los ciudadanos, decían desde el PSOE salmantino que eran proyectos suyos, pero, aunque así fuera, la cuestión es que a don Julián ha de reconocérsele que se ejecutaron bajo su mandato.
Lo daría todo por sentarme a tomar un café con Jesús Málaga y Julián Lanzarote. Saborear con dos personajes tan contrapuestos, lejos de los tiempos que se esfumaron, aquellos días en los que el ritmo de esta ciudad tenía el pulso vital y acelerado de muchas innovaciones y proyectos.
No hace falta referir (porque ya lo hice en La Crónica de Salamanca) que Jesús Málaga para este humilde contador de cosas, dejó su inconfundible marca en esta ciudad, para suerte nuestra, siendo alcalde en un periodo tan complicado como el de los inicios de nuestra democracia.
1 comentario en «¿Recordar a Julián Lanzarote? Por supuesto»
Lanzarote se ganó a pulso su fama de déspota y amigo del ladrillo. No merece mucho más.