Esta misma noche, intentando despejar la mente de un día en el que las luces y sombras me han acompañado, una publicación de una red social despertó mi atención con dos palabras: “Somos invisibles».
Realmente la invisibilidad, ese don que tanto desearíamos en muchas ocasiones de nuestra vida y que cierto mago, a través de un andén puso de moda, llega a la vida de tantas personas sin desearlo, ni pedirlo.
No solo llega a personas, también a seres sintientes mientras da la vuelta al mundo con los ojos cerrados y la boca tapada.
Ser invisible supone, para quienes el maltrato es parte de su vida, seguir batallando por seguir viviendo, mientras quienes manejan esa invisibilidad no solo la manejan a su antojo, sino que se jactan de ello.
No solamente acaban siendo invisibles, para quien lo tiene como objetivo, también para una sociedad centrada en buscar el chascarrillo y para quienes tiene que dar visibilidad a tantos invisibles, que cargan con cruces que a nadie les gustaría llevar.
Si realmente pensáramos las consecuencias de seguir ignorando, dando la espalda, callando y haciendo invisible, lo que tiene que verse, hablarse y volverse visible, romper el silencio se volvería prioritario en hogares, colegios, instituciones y hasta en la cafetería de enfrente.
Pero nos hemos adaptado a la crítica descalificativa, a la moralmente injustificada y al meme burlón. Utilizamos la boca y las energías en eso.
Una palabra amable en el momento preciso, una sonrisa, una mirada puede hacer que esa capa que concede la invisibilidad caiga y que la visibilidad se haga presente en situaciones en las que se vive al límite a diario.
“Somos invisibles“, dos simples palabras, que causan tanto daño ante crudas realidades de una sociedad dormida, pasota, en numerosas ocasiones insensible a un dolor ya normalizado y banalizado por su parte.
Romper ese significado es de Ley. La misma Ley que dice que todos somos iguales y que tenemos unos lindos derechos, que no se ven en numerosas ocasiones.
Seguiremos poniendo voz a quienes la sociedad y las mismas instituciones hacen invisibles. Un país que presume de avanzado, no debería seguir jugando a los magos, mientras saca pañuelos de la chistera, con los que los demás nos enjuagamos las lágrimas.
Triste realidad la que se presenta, mientras se preguntan qué falló después de que pasan las cosas. Triste es que tengan que hacerse esa pregunta y triste sigue siendo que no sepan o no les interese saber la respuesta.