Cuando hablamos de servicios públicos, nos estamos refiriendo a todos esos servicios básicos que aporta el Estado a sus ciudadanos: sanidad, educación, dependencia, seguridad,… Hasta aquí, cualquiera que sea nuestro posicionamiento ideológico, estaremos totalmente de acuerdo.
La cosa comienza a no estar tan clara cuando bajamos a la arena y especificamos como debe ser la gestión concreta de esos Servicios Públicos. Y ahí está precisamente la clave, en esa gestión concreta y en el alcance de los mismos.
Para las posiciones más progresistas, la gestión por parte del propio Estado de cualquier Servicio Público es totalmente irrenunciable. Como también es irrenunciable que dichos Servicios Públicos sean de calidad y sirvan sobre todo para dignificar la vida de las personas, en especial de los que menos tienen y nunca podrían costear privadamente los mismos.
Por mucho que la derecha se empeñe, la gestión propia de cualquier servicio público por parte de la propia Administración es mucho más rentable tanto económicamente como socialmente. En lo económico no hay mucho que discutir porque cualquier empresa concesionaria de cualquiera de estos servicios públicos es precisamente eso: una empresa. Y en su ADN lleva grabado a fuego la generación de beneficios, como no podría ser de otro modo.
Beneficios que en la mayoría de los casos salen de las condiciones económicas y laborales de las trabajadoras y trabajadores de estas empresas y del deterioro del propio servicio público. Y al final de todo el proceso, el coste para la Administración de turno es el mismo, pero con la diferencia de que el 30% de ese coste va a parar al bolsillo de la empresa que lo gestiona y no a mantener la calidad del propio servicio en sí, ni a los trabajadores que lo llevan a cabo.
Y socialmente porque no podemos olvidar que estos servicios públicos son un colchón que ampara precisamente a los más desfavorecidos, a modo de ingreso familiar indirecto, propiciando una sociedad más igualitaria, más digna y con mayores oportunidades para todos.
En contraposición a lo anterior, la derecha lo tiene claro: los servicios públicos son una oportunidad. Una auténtica oportunidad de negocio para los amiguetes. Podríamos hacer un repaso de cualquiera de estos servicios: sanidad, educación, seguridad, dependencia… y siempre veríamos el mismo esquema: servicios públicos que se dejan ‘morir’ lentamente para que el empresario de turno haga el agosto a costa del erario público y de la calidad de vida de los ciudadanos.
Hemos pasado una pandemia en la que vimos en directo y por televisión qué pasa, por ejemplo cuando un servicio público como la dependencia se deja a disposición del mercado: la gente sufre, la gente muere… y como suele suceder en estos casos siempre mueren los que menos posibles tienen. Mueren esos para los que las comunidades autónomas hubiesen debido ser un paraguas protector y no simplemente un mercader que se ha dedicado a negociar, y hacer caja, con su necesidad.
Y en una semana como esta, a las puertas de una nueva marea blanca en Salamanca y en Béjar, seguimos viendo el desmantelamiento de la sanidad pública en nuestra provincia. Y no por falta de financiación, sino porque este dinero acaba sirviendo para que muchos centros (privados obviamente) acaben haciendo negocio con nuestra salud y orientándonos a modelos que satisfagan nuestra ‘libertad individual’ de escoger compañía privada sanitaria… Mientras podamos seguir pagándola, o el tratamiento no sea excesivamente caro y descuadre los balances contables de las aseguradoras.