Opinión

¿Qué me estás contando?

Un perro mira por una ventana. Imagen. Unplash.

Érase una vez una tribu de un lugar muy, muy lejano cuyos integrantes habían desarrollado un poder súper natural para emitir sonidos de manera indefinida sin decir absolutamente nada en tiempo real. Era verdad que en muchos casos, parecía tener sentido ya que los utilizaban para pensar lo que decir a continuación o para mantener el turno hasta que la conclusión genial o la clave de continuidad de la conversación surgiera de manera espontánea. Como nuestros ehhh… Buenono séehhh… Apuesto a que conoces mil versiones y tal y cualya sabes, ¿no?

También parecían acudir a sus divinidades buscando ayuda verbal, como nosotros con nuestro santoral, esos Ay, Dios míoVirgen Santísima, etc. En su caso, quienes la buscaban (la ayuda) sí participaban de sus ritos, por lo menos en las bodas.

Como todo lo que te cuento aquí, es una historia sin mayor trascendencia. Ellos parecían vivir apaciblemente con ese juego sónico. No sufrían absolutamente nada por saltar a golpe de costumbre de casilla en casilla ya diseñadas mucho tiempo atrás. Parecía resultarles más cómodo que definirla y colorearla justo antes de dar el siguiente paso, la siguiente idea, el siguiente comentario.

La comodidad es uno de los bienes más preciados. Míranos a nosotros, capaces de deshacernos de un montón de pepitas de oro con tal de conseguirla. Compramos una lavadora porque es mejor que bajar a la vera del río, uy, el invierno. Compramos un coche, ya que disponer de uno te permite decidir cuándo y adonde moverte. Solo con las piernas el rango de elección y tiempo se vería bastante condicionado, efectivamente.

Así lo entendían, trabajaban la comunicación con mucha comodidad, es bien, pero como todas las cosas, resulta una técnica peligrosa cuando se nos va de las manos. Y ellos, con tantos intercambios libres de significado, que solo ocupaban espacio y tiempo se dieron cuenta. – Nos está confundiendo hablar sin decir, ya que decimos pero no hablamos – dijo el hechicero.

Era cierto. Yo lo noté. Incluso en una amable y cotidiana conversación no se aportaba nada. No se transmitía nada. Se intercambiaban palabras huecas, sin giros, sin descubrimientos, sin dudas, sin continuidad. Como cuando vamos de muletilla a frase hecha, ¿sabes? Hablamos y hablamos y hablamos y no decimos casi nada, porque una cosa te voy a decir, las cosas son así.

Encontraron una solución genial. A quien de repente se encontrara fuera de sí, sintiéndose el eje de un círculo de nulo valor, en la soledad de la compañía que nunca ha dejado de estar a su vera, lo apuntarían a un curso de mindfulness junto a las pirámides de Gizeh o de abrazar árboles centenarios en un resort del Amazonas.

¡Qué sorpresa! Lo primero es el arte de la atención plena a lo que sucede a tu alrededor, el darse cuenta (sin muletillas), incluso en Castilla, y para lo segundo, solo hace falta un árbol.

Qué locos…

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