Al alcalde y a toda la corte de ediles es fácil reconocerlos por la calle y, de la misma forma que pueden ser felicitados por sus acciones, se arriesgan a recibir cualquier bronca del personal.
Sin embargo, los políticos, que deberían defender nuestros intereses en la capital de España, pueden darse un garbeo en pelotas por nuestras aceras con toda la seguridad de que no serán increpados ni por el mismísimo gallo catedralicio.
Estos anónimos transeúntes son los auténticos disfrutadores del gran chollo de la política que fabrica el parné que fecunda sus privilegiados bolsillos. Todo, simplemente por obedecer al jefe de la tribu partidista y tener sumo cuidado en no apretar el botón que delata con cierta frecuencia a los más tontainas de la clase.
Y claro, como ellos suelen viajar en coche que marca kilometrajes resarcidos con dietas, les importa un verdadero huevo de avestruz estreñida que Salamanca (ciudad que les brinda el momio de sus prebendas) siga con los medios de trasporte asnales, que convierten el tren de Madrid en una pesadilla de kilométrica paciencia.
Recordar aquel festejo del Alvia electrificado que nos pondría en hora y media en los aledaños del Manzanares, es para que engorde nuestro cabreo, nutrido por las miserias de esta banda de incapaces, que siendo nuestros empleados se han convertido en meros vendedores de boberías electorales.
El caso es que el Alvia es tan escasito por estos lares que se ha convertido en un tren fantasma, que solo nutre sus adentros con los cuatro privilegiados que consiguen los bonos o abonos cual codiciado botín.
Vamos, que ir a Madrid se convierte en una paciente ceremonia que engulle kilómetros de aguante en la chepa, mientras te encabronas pensando en esos diputados y senadores que pelan la pava por la Carrera de San Gerónimo o por la Calle Bailén.
Eso sí, mientras tanto, otras zonas de España (que sostienen a los políticos más capaces) deben descojonarse de risa mirando a esta tierra que vive para exportar a sus jóvenes ilustrados, mientras los sufrientes moradores vegetan la parsimonia de un pasotismo que sirve para teñirnos de caduco costumbrismo la pelambrera.
Escribo este artículo en una diligencia cansina que trota por los peñascales abulenses más lenta que el caballo del malo, mientras recuerdo esos túneles de Cantabria que tenían escasa la brecha para tragarse los nuevos cacharros de Renfe.
Pero no hay que esforzarse mucho para dar por hecho que, en dos o tres años, por esos boquetes pasaran los mejores trenes de nuestro tiempo, mientras por esta provincia ramplona emponzoñada de olvido seguiremos recibiendo a granel raciones de indiferencia.
Eso sí, reconozco, una vez identificado mi derecho a viajar en un tren rápido con una buena oferta de frecuencias, que este aparato que traquetea lentitudes debe seguir siendo un servicio público intocable, pues sus paradas en las estaciones, debe ser uno de los derechos más importantes que debe mantenerse con todo tipo de prioridades, para que las poblaciones cercanas al ferrocarril puedan estar comunicadas como se merecen.
Acaba de pasar el revisor y cuando le pregunto cómo es posible que haya asientos vacíos cuando hay gente que se ha quedado varada en Madrid porque no quedaba un solo billete, encoge los hombros diciéndome: Esto es el desastre de lo gratuito que acapara bonos y la injusticia que reparte esta panda de políticos inconsecuentes…
Nada que añadir mientras retoña el cabreo por mis ramales cuando caigo en la cuenta de que me queda todavía una hora de camino.
Tierra mía de penitentes
que borrachos de paciencia
ni sentimos ya dolencia
ante tanto incompetente…