Opinión

¡Chiquillos…!

Un grupo de jóvenes en un parque. Imagen. Kevin Laminto. Unsplash

Andábame días pasados por esas calles a buscar materiales para mis artículos. Embebido en mis pensamientos, me sorprendí varias veces a mí mismo riendo como un pobre hombre de mis propias ideas y moviendo maquinalmente los labios (…) No, no son palabras mías. Me permito la licencia de tomarlas prestadas de un artículo de mi admirado Larra, pues me vienen al pelo para introducir una escena, inicialmente trivial, que acabaría acaparando mi atención.

Sucedió en un popular barrio salmantino, mientras hacía tiempo para realizar unas compras. Recordé que, muy cerca del lugar, existe un banco de cemento, dispuesto en semicírculo, donde la gente suele descansar o charlar animadamente, aprovechando el abrigo del sol. Efectivamente, el asiento estaba ocupado por tres miembros de una misma familia, todos adultos. Y justo enfrente, se hallaban cuatro chicos adolescentes (frisaban los dieciséis), cuyo rasgo externo más llamativo era la indumentaria entre rapera y hip-hop, esto es: gorra, camiseta y sudadera, pantalones de algodón ( holgados y caídos en la parte superior, ajustados por la inferior), zapatillas deportivas y algún tatuaje no muy llamativo.

El cuadro no se me antojó de especial relevancia; no obstante, y para que no pudiera incomodarles mi excesiva proximidad, me ubiqué junto a los adultos, que parecían estar revisando los justificantes de alguna compra que acababan de realizar. Pero pronto un prolongado silencio de los adultos posibilitó que oyese con claridad la conversación de los pibes. Su indiferencia hacia quienes tenían cerca, el entorno favorable y mi natural disposición a imaginar historias propiciaron que de la audición pasara a la escucha, y de la simple contemplación a la observación. Ya no me interesaba solo la estampa, sino también la situación. Así que adopté el modo espía y con la naturalidad de quien consulta su móvil, ajeno a lo demás, orienté las antenas y activé la mirada disimulada.

La conversación que mantenían era insustancial en el fondo, pero llamativa en la forma: aquellos muchachos intercambiaban enunciados incompletos e incoherentes, cuyo único hilo conductor parecía ser que a uno de ellos, el día anterior, le habían quitado pipas sin su permiso. Y no dejaban de reiterar la anécdota, molesta para el afectado y jocosa para el resto. En el intercambio de intervenciones yo diría que no manejaron más de cincuenta palabras distintas (nexos y coletillas incluidos), y creo que me excedo. Pero, como es de suponer, ese aspecto no me sorprendió (cualquier mortal podría confirmarlo). No. Lo que me atrapó por completo fueron sus gestos, su comportamiento.

Durante los quince o veinte minutos que duró la experiencia uno de ellos no apartó la mirada del móvil, ni siquiera mientras volcaba calculadas dosis de pipas sin pelar en la boca. Los otros tres las devoraban igualmente, repitiendo el mecanismo con increíble sincronía: depositaban la cantidad pertinente y, con asombrosa habilidad y rapidez, abrían las cáscaras dentro de la cavidad bucal, escupían enérgicamente los restos y tragaban (supongo yo) el grano comestible. Y todo ello ¡sin dejar de hablar, de masticar y de escupir! Sí, escupían constantemente y con depurada técnica, sin rubor alguno. Intuyo que inconscientemente. Y, más difícil todavía, el más delgado podía realizar todo lo anterior mientras apuraba con fruición un pitillo de tabaco de liar. ¡Espectacular! Yo, mientras tanto, recordaba el modo en que Larra refiere los malos modales del niño que, en la mesa, hacía saltar las aceitunas, haciendo que una de ellas fuera a parar al ojo de don Mariano; o al trinchador de pollo que se encargaba de hacerle la autopsia al capón que degustaba. Lo cierto es que los jovenzuelos de marras transformaron aquel apacible espacio urbano en un estercolero de cáscaras, escupitajos, plásticos y restos de colillas. Y yo, al margen de mis pensamientos desatados y de la tímida tentación de intervenir con alguna observación o velado reproche, permanecí callado.

La verdad, distinguido lector, después de una semana de bregar cada día con millones y millones de neuronas desatadas, alojadas en mis queridos adolescentes, me vencieron no sé si la comodidad, la cobardía, el desánimo, la inseguridad, la resignación, el espíritu práctico o todo ello a la vez. Y levantándome, como si no hubiese visto y oído, me fui alejando del mismo modo que llegué: embebido en mis pensamientos.

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