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Opinión

Políticos cazuelos

Una cartera con dinero. Imagen de Michael Schwarzenberger en Pixabay

Al estar ya tan cerca de las urnas huele a pestilencia inaguantable el ambiente crispado que nos hace reconocer cada vez con más intensidad, que los políticos de este tiempo son una banda de cazuelos incoherentes.

Su parné esta por encima del sentido de estado, comunidad o pocilga.

Y al formar parte de este montaje trágico electoral que nos ha ido metódicamente destruyendo de forma continua la paciencia, es fácil sentir cierto hartazgo que no nos deja digerir más bazofia.

Entonces es cuando caemos en la cuenta de que los sillones importantes de la política no acogen las posaderas de la gente más preparada, incluso pensamos aquello de que estos tipos que ni conocemos y que juegan con nuestros intereses mientras pelan la pava en los escaños escoñándose de risa, no merecen esa nómina puntual que les metemos cada mes en el bolsillo. Son currantes privilegiados que no corren riesgos de verse embutidos en un inesperado ERE o en las alargadas garras del paro.

Si el mandas del partido quebranta sus intereses, pueden seguir haciendo calceta de intrascendencias en grupos mixtos, mixtas o mixtes como si no fuera con ellos la película del desencanto.

Sé que es muy complejo asimilar que lo que tenemos y sufrimos en las parcelas de la política es un ramalazo de la sociedad que cada día construimos entre todos.

Por otro lado, es muy complicado reconocer que un presidente del gobierno en España cobra una miseria ostentando un puesto de tanta responsabilidad como el suyo. Esta afirmación puede escocer si no la asimilamos bajo una evidente realidad que deja ver cómo los más inteligentes de la clase se enrolan en las grandes propuestas de la empresa privada mientras los que no pueden pasar de listos se agarran como lapas a la política y a sus prebendas.

¿Cómo es posible que el presidente de Correos cobre tres o cuatro veces más que quien tiene la potestad de nombrarlo a dedo?

El presidente Sánchez, según consta en la información oficial, recoge unos 85.000 euros al año, mientras que el máximo responsable de los servicios postales se embolsa 200.000. Por calibrar el razonamiento con otro tipo de soldada, un alcalde como el de Salamanca anda por los 70.000.

Es entonces cuando podemos fijar nuestra atención en la pasta gansa que se meten en las vejigas económicas los grandes prebostes de las finanzas y las grandes empresas privadas, para reconocer que, quienes tienen preparación y ambicionan situarse en el estatus monetario de las grandes y exclusivas parcelas sociales, huyen de la política, porque no está tan bien pagada como pensamos tantas veces.

El presidente de Iberdrola puede guardar en el almacén de sus dineros, unos cuantos millones de euros, así como el de Telefónica y otros tantos gerifaltes de alta economía. Y como ellos los mejores y más preparados recogen lo que siembran en las parcelas privadas que obran con libertad de mercado, siendo premiados como les viene en gana por quienes llenan de beneficios sus cazuelas.

Estos desfases, para mí incomprensibles, posibilitan que tengamos que soportar gente inútil que no ha cotizado un solo día en la Seguridad Social y que solo tienen como currículo una magna obediencia sin fisuras al líder de turno y una fijación traumática en la silla que labra el futuro. De ahí salen, como procesionarias que dan vueltas peloteando hasta el aire, estas camadas de políticos sin autocrítica alguna que pudiera al menos compensar, en alguna ocasión, por rara que fuera, nuestro infinito y alargado cabreo.

Pero llega la hora sagrada que bendice la democracia como sistema que sigue nutriendo este largo periodo de paz, tan desconocido en la desgarradora historia de nuestro país. Es verdad que hay clarísimos signos de injusticia social y un carrusel de corruptos nos ahogan en los pozos de la impotencia, pero las urnas deben hacernos recordar de dónde venimos, y solo eso puede animarnos a elegir nuestro voto, aunque sea como un claro castigo hacia quienes nos han hecho perder nuestra confianza.

La generación anterior y un servidor como monaguillo a su lado, vivimos el sueño de inaugurar un estado de derecho que, incluso con sus lamentables vicios y bagatelas, es más confortable que aquella dictadura que pintaba de negro las encaladas paredes de mi alcoba entre grumos de leche en polvo y aquel queso americano que te jodía al tragar el gaznate. Por eso, ya digo, me taparé la nariz y depositaré mi voto, apoyando aquella candidatura que me genere los retortijones más leves y suaves en la conciencia.

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