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Opinión

¡Hasta siempre, Pablo!

Funeral por Fray Pablo. Fotografía. Diócesis de Salamanca.

El pasado lunes, 17 de julio, le decíamos “¡hasta siempre!” a Pablo Alonso Hidalgo, fray Pablo María de la Cruz, que había realizado su profesión religiosa en la orden de los Carmelitas Calzados el 25 de junio, cuatro días antes de que ingresara en el noviciado in articulo mortis, una fórmula canónica adaptada a circunstancias excepcionales. Pablo padecía desde los dieciséis años, Sarcoma de Ewing, una enfermedad que marcó su vida (y probablemente la de sus seres más cercanos) de forma indeleble. Después de tanto tiempo de lucha, a primeros de junio la certeza de una muerte próxima y el deseo ardiente de responder a la llamada de Dios coincidieron en él felizmente: “Es mi deseo consagrarme a Dios y vivir en obsequio de Jesucristo. (…) Sentí la llamada de Dios a la vida consagrada, y me ha concedido este milagrazo, porque, según los médicos, mi enfermedad ya no se considera curable y va más rápido de lo que pensaba”.

Y no se equivocaba. Se quedó corto incluso en sus previsiones, aunque no en sus deseos. Todo ha sido trepidante desde que, allá por el mes de agosto de 2021, se planteara en serio su vocación en la Iglesia, durante un retiro en una casa carmelita. Desde entonces su vida ha evidenciado el sorprendente contraste entre el progresivo desmoronamiento físico y la asombrosa fortaleza interior, hasta el punto de afirmar “lo increíblemente bonita que es la muerte en Cristo, que es algo que no da miedo, que es alucinante y que es un tabú que hay que romper”. Entendió que su vida era más fecunda muriendo que recuperando la salud, y lo experimentó inundado de júbilo: “Por el sufrimiento en la enfermedad me encontré con Dios y por la muerte en esta enfermedad me iré con Él, y esto es algo que me hace inmensamente feliz”.

Su funeral resultó una explosión de alegría, entre otras cosas porque Pablo lo dejó así dispuesto: que fuese una fiesta, que no pudiese entrar nadie con la cara triste, que portaran (si deseaban complacerle) la flor favorita, que inundasen de cantos la celebración. Incluso dejó la playlist de las canciones. Nada de lloros y lamentaciones (lloros y lamentos, no sé si hubo; lágrimas, muchas, puedo atestiguarlo). Entiendo que, para el mundo, todo esto resulte casi un escándalo, un hecho que descoloca en cierto modo, pero a buen seguro no sucede así para todos los que le conocieron de cerca.

Fui profesor de Pablo durante un curso (en el colegio Calasanz de Salamanca todos le recordamos con inmenso cariño) justo el curso anterior al que le diagnosticaron la enfermedad. Lo que mejor visualizo es su discreción y su constancia, la impronta de sencillez y humildad que transmitían sus actos. Un ejemplo: su grupo era bastante numeroso, y esa circunstancia determinaba que no hubiera mucho espacio entre los pupitres. El suyo se ubicaba muy próximo a la puerta, por lo que tenía que levantarse o moverse con frecuencia, para facilitar el acceso de alumnos o profesores al aula, a la pizarra, a la mesa del profesor, etc. Pues bien, nunca vi en él gestos de incomodidad o queja; al contrario, lo llevaba con naturalidad y bonhomía.

Pero, en fin, esto solo acaba de empezar, amigo Pablo. Ya lo repetía con insistencia el estribillo del himno que los jóvenes convirtieron en lema de la celebración: No tengo miedo, Señor de la vida, me quiero entregar. Y, ciertamente, la noche oscura del alma que tú salvaste con decidida esperanza se tornará en una luz transformadora, porque, como dice la canción, los hombres buenos no se entierran, se siembran. Para mayor felicidad tu encuentro con el Padre ha coincidido con la festividad de la Virgen del Carmen, y no quedará en el olvido tu recomendación encarecida: “dile a los jóvenes que el que quiera seguir hablando conmigo lo tiene muy fácil, que se acerque a la Eucaristía; allí me tienen siempre en línea”. En el abrazo definitivo que habrá colmado tus deseos te llevas, sin duda, el calor de tantos jóvenes que, contagiados de tu espíritu, acompañaron tus sueños con alegría y canciones, con sentidas oraciones.

Y a nosotros nos queda lo más importante: tu hermosa experiencia de vida y tu sublime lección de muerte. ¡Hasta siempre, Pablo!

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