Verano aún, y de pensar en una sonrisa para pasar el calor, dar con el agua fresca, se detenga la ola amarilla del sudor y saber que lo mejor del sol es la sombra. Verano, de alargar los suspiros y darse un respiro con el espectáculo malva del atardecer desaparecido el astro rey tras el horizonte. Verano, que tiene su canto, con música de orilla de río, baño a la luz de la luna, salpicaduras de lozanía y cuando va camino de acabar, del recrearse con los colores del otoño que comienzan a brotar.
Y es, de vuelta de las vacaciones y un montón de libros, cuando todavía nos envuelve el calor y nos resistimos a abandonar divagaciones y ensueños, el momento en que se nos haga real el presente: un risco, contra el que nos estrellamos o giramos alrededor como Ulises despistados. Días del irremediable volver a las amenazas del cambio climático, de los ahogados por ilusos y lo confuso de los tinglados políticos.
El viaje de lo cotidiano es largo, y para recorrerlo aliviados, cumple conservemos un trozo del cielo que disfrutamos, de la sombrilla que nos protegió del sol y de una dorada tarde de enamorados. Bueno es hacerlo sosegados y en la cabeza lo que invite al optimismo. Nada de amanecer antes que despunte el sol, coger el teléfono preocupados porque nos llama el “jefe” y de lo acelerados que vamos nos tropecemos y caigamos.
Que conste que, aunque no estemos de vacaciones seguimos teniendo tiempo libre, hay trinos de aves en las ramas de los árboles y con lo que tenemos nos bastan para componer el mundo del color que requiramos.