El abedul de los abedules lució en una tarde intempestiva en la Biblioteca Torrente Ballester
“Dime todos los nombres
de la ceguera, de la luz
que ha desaparecido
y sólo existe sin mis ojos”
V. R. M.
Lució el abedul de los abedules en una tarde fría, intempestiva, cerrando las puertas del invierno, resistiéndose a la primavera y a los vencejos y a las cigüeñas. Lució el abedul azul en el homenaje tan sentido, tan sobrio, tan elegante como fuera el propio poeta al que rendíamos casi pleitesía, al querido amigo y poeta Vicente Rodríguez Manchado.
En la biblioteca Torrente Ballester se leyeron muchos de sus versos, sobre todo se recordaron algunos de “Bajo otra luz, la última”, donde parecía presentirse el tránsito hacia el otro lado del tiempo, el vuelo herido y misterioso hacia la otra ladera de la luz tan amada. Los amigos del abedul azul, y otros muchos, algunos también ausentes, que ocuparon el hueco de la memoria cordial y la silla vacía, estuvieron en ese homenaje.
Unos pocos veníamos de otro tiempo, de los primeros caligramas en nuestra juventud primera por el claustro de San Esteban en Papeles del martes, de aquí y de allá; de cuando el poeta decretara el declinar de la tarde estival en aquel agosto de Monleras. Otros del Ágora de León, de cuando se reunía en el Alcaraván o en el Novelty con sus amigos últimos más cercanos y queridos, o de las confidencias hechas a algún compañero de cuitas en un paseo salmantino, compartiendo la tristeza por el extravío de la memoria de las madres, habitadas por el olvido del Alzheimer. Se arropaba también el anochecer de barrio en la biblioteca por la presencia familiar, sobre todo la presencia queridísima para tantos de su hija Cecilia, que conocimos desde niña.
Hubo música, hubo flores y ausencias de flores y calcos de flores soñadas, imaginadas, dibujadas en las nubes y en los ojos cansados del poeta. Hubo quien llegaba desde las montañas y los senderos de la provincia, desde esos grupos que comparten el amor por la naturaleza y el amor por las palabras, como un sintagma bien trabado. Así, con mucha devoción, en reverencial silencio, como la liturgia de las horas del verso, del balbuceo del poema, se fue desarrollando tan entrañablemente, arropados bajo los ásperos vientos, con las bufandas y los abedules azules, así se fue reuniendo el grupo que quería homenajear, que quería querer, que quiere seguir queriendo a Vicente Rodríguez Manchando, y cultivar su memoria tan fecunda, su presencia ausente ahora, pero siempre tan cordial en el latido de palabras que no vamos a olvidar.
Para él el viaje a Ítaca se ha cumplido, y ¿que nos susurrará ahora que ha llegado desde aquel lugar mítico y añorado? Ahora que ha tendido su alzar en misteriosa ofrenda, porque el poeta es un celebrante como señalara su admirado Rilke, ahora que aletea tal vez su alma sobre el vuelo de papeles, de vencejos, de cigüeñas, ahora que se ha recogido -paradoja del vuelo y el escondimiento- en los cubículos pequeños de los polluelos, de las hormigas, de tantos insectos, y animalillos que pululan en sus versos y en los versos de los que seguimos escribiendo, ahora le queremos nombrar todos los nombres de amigos, de la luz y de la ceguera.
Ahora, querido Vicente, te decimos hasta pronto, hasta luego, hasta el próximo verso, hasta la esquina del siguiente invierno, o hasta el adviento azul de primavera en la que no estarás, pero alumbras. Entre el aquí y el ahora, entre la lectura y el eco de tus versos aún nos encontraremos seguramente todos un par de veces y volveremos a sentarnos a la lumbre de esas palabras escritas, holladas, caligrafiadas en el dolor y la ausencia, porque el duelo es también un poema que se va construyendo sobre el tiempo – gran escultor- y más allá del tiempo, en una vertical presencia de lo eterno que tú sabías comprender y amar, que tú sabías tan magistralmente entrelazar, bajo el ardor de un dios de soles y fragmentos.
Sagrario Rollán
3 comentarios en «Homenaje a Vicente Rodríguez Manchado»
Vicente Rodríguez Manchado sigue dictando sus versos al viento para que los gorriones de Salamanca los escriban en el firmamento.
Aquí y allá. Al volver la esquina. En Anaya, junto al puente, en el Novelty o el Alcaraván una silueta quijotesca camina atento a las cigüeñas y a los vencejos. Habitante de todas las estaciones, una piedra más, otra gárgola románica. Ventana, fuente o abedul, Vicente sigue en nuestros versos, en el cariño que le profesamos. Y su alma clamará al cielo, con sinfonía gris, elevándose. Con nosotros siempre Vicente y Noe, queridos Abedules azules.
Adiós, Vicente. Salamanca sin ti se ha empobrecido, mineralizado; ha perdido espíritu.
Eras de los que enseñan a ver lo inefable; lo que resulta imperceptible para nuestros pobres sentidos. Tú sabías habitar mundos más sutiles y ahora a ellos perteneces plenamente. Ruega por nosotros.