En las dos entregas anteriores dedicadas a probar que fray Juan de Ortega escribió el Lazarillo de Tormes hemos aportado dos sólidos indicios para corroborar el testimonio del padre Sigüenza, quien dijo que se había hallado en la celda de fray Juan el borrador de la obra escrito de su propia mano. Primer indicio, que es el único candidato que vivió casi toda su vida a la vera del río Tormes, y segundo, que él debía hacer la ruta que hace Lazarillo de Salamanca a Toledo porque, como General de la Orden, debía visitar a las monjas jerónimas de la ciudad imperial. Él partía de Alba de Tormes.
El indicio que aportamos ahora es más sutil. Consiste en tratar de probar a través de la música, más concretamente del canto, que un jerónimo es el autor de la novela. Obviamente, el Lazarillo de Tormes no tiene nada que ver con el canto, pero si un fraile de esta Orden lo escribió no sería extraño encontrar expresiones de este arte, dado que los jerónimos eran una de las órdenes religiosas que más horas dedicaban en el coro a cantar las alabanzas divinas. Tal era su especialización respecto a otras órdenes que ellos contaban con un corrector de canto para que la salmodia no se fuera de compás.
Hay una jugosa anécdota al respecto referida al primer monarca de la Casa de Austria, Felipe el Hermoso, quien intentaba obtener nuevos recursos de sus nuevas posesiones españolas y un consejero adulador le sugirió suprimir la Orden de los jerónimos para quedarse con su riqueza. El consejero dijo al rey que al fin y al cabo se trataba de una gente ociosa que se ganaba la vida cantando. El plan no tuvo efecto por lo enraizada que ya estaba la Orden con la monarquía española, pero nos da una idea de la importancia del canto entre estos monjes.
Pues bien, leyendo el Lazarillo uno puede ir espigando expresiones relacionadas con el mundo de la música. Así, vemos que el ciego rezaba con un tono bajo, reposado y muy sonable que hacía resonar la iglesia, o que discantaba donaires; más adelante leemos que el orgulloso escudero caminaba por Toledo con paso y compás con orden, que el fraile mercedario era gran enemigo del coro, o que siendo Lazarillo aguador pudo ganar dinero por tener la boca medida. Esta última frase es ambigua pero tratándose de un oficio que consistía en vocear el agua por las calles de Toledo podemos interpretarla como que hacía bien su trabajo porque tenía buena voz.
Estas expresiones y algunas otras podría utilizarlas cualquier persona culta y no son determinantes de que el autor es un fraile jerónimo, ni siquiera la palabra discantar, originalmente contrapunto pero que había pasado al lenguaje corriente para otros usos. Lo que sí es ya más sospechoso es la metáfora con la escala musical que hace el autor. Para entender bien la frase que sigue hay que saber que puntos era como se llamaban las notas musicales, y si se baja mucho la nota el sonido es tan grave que deja de oírse. Estando con el cura de Maqueda, que mataba al niño de hambre, este desiste de buscar otro amo porque tenía por fe que todos los grados había de hallar más ruines. Y a abajar otro punto, no sonara Lázaro ni se oyera en el mundo.
Hay otra ocasión en que el autor habla de puntillo, nota de mayor duración que el punto. Es cuando el escudero le explica al niño lo que haría si lograra servir a un gran señor de título. Si riñese con algún su criado, dar unos puntillos agudos para le encender la ira.
Quizá resulte más convincente saber que en la época el cantor de coro era comparado al pregonero, como podemos leer en la Declaración de Instrumentos Musicales, de Juan Bermudo. Incluso Cervantes en su comedia La casa de los celos utiliza esa comparación, cuando un personaje le dice a otro: yo te sacaré a tu gusto o cantor o pregonero.
En los manuales de canto llano se decía que algunos pasajes de la liturgia se debían entonar con voz pregonera, es decir sin hacer inflexiones de voz, un tono sobrio y potente pero sin modulaciones. Es también lo que pedía Santa Teresa a sus monjas: no canto por punto sino en tono, es decir sin cambiar de nota.
Lazarillo, ya adulto, acaba de pregonero en Toledo, pero antes ha aprendido a salmodiar oraciones con el ciego y se ha ganado la vida voceando el agua por las calles. Es todo una carrera con su voz. El personaje ha prosperado gracias a ella. Es conocido que la reina Isabel la Católica quería como pregoneros en las ciudades a gente que destacaba por su buena voz, dado que tenían la misión de transmitir las órdenes reales. Y no estaban mal pagados.
Todo parece indicar que haciendo que su personaje acabara de pregonero fray Juan de Ortega, como en otras ocasiones, ha querido trasponer parte de su vida a la ficción. Él, como fraile jerónimo, dedicaba una buena parte de su vida al canto, y si realmente Lázaro de Tormes es su alter ego debemos pensar que él también tenía un buena garganta igual que los pregoneros.
Es curioso que el autor, maestro en el arte de la ambigüedad y de la risa, juegue con los significados de la palabra garganta en el pasaje en que Lazarillo descubre que con su nuevo amo el escudero no va a dejar de pasar hambre: señor, mozo soy que no me fatigo mucho por comer, bendito Dios. De eso me podré yo alabar entre todos mis iguales por de mejor garganta, y ansi fue loado della hasta hoy día de los amos que he tenido.
Igual que Lázaro de Tormes acaba siendo el mejor pregonero de Toledo, podemos colegir que también fray Juan de Ortega debía saber muy bien entonar. El emperador Carlos V escogió a este fraile cuando era General de los jerónimos para que le hiciera una casa anexa al monasterio de Yuste, donde se retiró y donde falleció. El emperador era un melómano e hizo que le acompañaran en Yuste monjes de otros monasterios jerónimos que destacaban en el rango de su voz: bajos, contraltos y barítonos.
No quiere decir que Carlos V eligiera también a fray Juan de Ortega por sus cualidades vocales. Simplemente era el General de la Orden en el momento que el emperador decidió abdicar del trono, pero fray Juan sí que parece querer contar algo de su vida a través de este cuento que es el Lazarillo de Tormes, cuya publicación coincide en el tiempo con la decisión de Carlos V de abandonar el poder.
Por. Antonio García Jiménez, de la Biblioteca Nacional de España