Juan de Ortega, el fraile jerónimo presunto autor del Lazarillo de Tormes, era un nombre corriente entre los religiosos, que lo adoptaban en honor del santo burgalés del mismo nombre del siglo XII, San Juan de Ortega, discípulo de Santo Domingo de la Calzada que, al igual que este, construyó puentes y caminos para los peregrinos que se dirigían a Santiago de Compostela.
En el siglo XVI, además del más que probable autor del Lazarillo, llevaban el nombre de Juan de Ortega varios contemporáneos suyos como un fraile dominico célebre por sus libros de matemáticas, otro franciscano enviado por el emperador Carlos V al Concilio de Trento y otro fraile de la Orden benedictina. Entre los religiosos, especialmente entre los jerónimos, la costumbre al profesar era cambiar el apellido por el de su lugar de nacimiento, pero otros novicios decidían abandonar también su nombre de pila y tomaban un nombre piadoso o el de un santo. Era una manera de marcar el comienzo a la vida consagrada.
Si el jerónimo Juan de Ortega escribió el Lazarillo, y hay muchos indicios que lo avalan, parece que firmó su obra parodiando el uso de su Orden al cambiar de nombre. Eligió el apellido Tormes para su personaje por su lugar de nacimiento, en una aceña del río, además de que él vivió casi toda su vida a la vera del Tormes en su monasterio de Alba. El nombre de Lázaro es muy probable que lo eligiera por la parábola evangélica del rico y el pobre, que solo come las migajas que deja aquel. Lázaro simboliza por tanto el hambre, que es uno de los temas recurrentes de la novela.
Lo más curioso es que hay cierto paralelismo entre los milagros atribuidos a San Juan de Ortega y algunos episodios de la novela, como si el autor hubiera no solo tomado el nombre del santo sino también partes de su hagiografía. Uno de los milagros más conocidos es el del arca llena de panes, prodigio que está esculpido junto a otros en el baldaquino gótico del santuario con la estatua yacente de San Juan de Ortega, en la provincia de Burgos. Según el relato del milagro, llegaron unos peregrinos hambrientos al monasterio y el santo dijo a un ayudante que fuera al arca a por panes para darles de comer. Este volvió diciendo que el arca estaba vacía, pero el santo le volvió a mandar confiando en la providencia de Dios y entonces el ayudante se encontró el arca llena de panes.
Este milagro es quizá la fuente de inspiración del segundo capítulo de Lazarillo, en el que la acción se desarrolla en torno a un arca con panes a la que el niño hambriento no puede acceder porque el mezquino cura la tiene cerrada con candado. Estando el clérigo fuera de la casa el niño logra abrir el arca con la ayuda de un calderero. Se cuenta así: Llegose acaso a mi puerta un calderero, el cual yo creo que fue ángel enviado a mí por la mano de Dios en aquel hábito.
Ya vimos en la entrega anterior como Dios sale siempre en auxilio de Lazarillo. Puede parecer una coincidencia de motivos el milagro y el segundo capítulo de la novela, pero lo cierto es que cuando más tarde el cura está contando los panes para ver si le falta alguno, el niño dice para sí: ¡San Juan y ciégale!
A un buen número de santos podría atribuírsele la facultad milagrosa de dar la vista a quien carece de ella, pero de lo contrario, de quitarla, ya no tanto. De hecho, la tradición paremiológica solo nos ha dejado el ejemplo del ¡Ciégale, San Antón! Pero aunque no haya dejado rastro en el refranero, la hagiografía de San Juan de Ortega sí registra un milagro en el que quitó la vista a alguien. Se trata de un pescador que tiró una hierba ponzoñosa al agua de un arroyo a fin de matar los peces y cogerlos fácilmente. El santo le rogó que no lo hiciera para no contaminarle el agua que bebía. El pescador no le escuchó, tiró el veneno, mató muchos peces pero al irlos a coger no pudo porque se quedó ciego. Al final, el pescador acude a ver al santo para que le perdone y recupera la vista.
Otro milagro de San Juan de Ortega tiene que ver con el vino, al que tan aficionado era Lazarillo de niño y de adulto, ya que acabará pregonando vinos en Toledo. En este caso la leyenda relata que cuando murió el santo su sobrino convidó a las exequias a unas 300 personas. En una cuba pequeña solo quedaba un palmo de vino pero eso fue suficiente para que bebieran todos.
Con los milagros de San Juan de Ortega como indicios de que un fraile con su mismo nombre escribió el Lazarillo pasa como con el refrán de las golondrinas y el verano; una sola no significa que viene el buen tiempo, pero si se ven algunas más habrá que sospechar que está cerca.
Es lo que ocurre con un nuevo milagro. En esta ocasión se trata de una mujer que tuvo una hija gracias a la intercesión del santo. Estando una vez lavando junto a una aceña la niña cayó al agua en medio de la corriente. La madre gritó ¡Válgame San Juan de Ortega! y, habiendo pasado bajo la rueda del molino que giraba con enorme fuerza, la niña salió del agua sana y riéndose. Es como si el santo estuviera debajo para sacarla indemne. Recuérdese que Lázaro de Tormes nace bajo un molino de agua, lo cual no tendría nada de particular si no fuera por esta sucesión de coincidencias con los milagros del santo.
Y una nueva coincidencia para terminar este artículo. El Archivo de la Chancillería de Valladolid ha conservado el pleito que el concejo de la villa de Alba de Tormes tuvo con el monasterio jerónimo a cuenta de las aceñas del convento, dado que gente de otras poblaciones atravesaba la dehesa comunal y sus animales se comían los pastos. Los vecinos de Alba se quejaban de que los frailes, que se quedaban con una parte de la harina (la maquila), habían instalado más ruedas para moler más cantidad de trigo, lo que reducía considerablemente los pastos de la dehesa al estar más concurrida. El académico Claudio Guillén, que se inclinaba por fray Juan de Ortega como autor del Lazarillo, reparó en la existencia de estas aceñas que pertenecían al monasterio y pensó que podían haber inspirado al autor para hacer nacer a su personaje en un molino con un padre molinero ladrón.
Antonio García Jiménez. Biblioteca Nacional de España