Supongo que para nadie es fácil mantenerse a flote sobre las olas enfurecidas de este mar en continua resaca, en este vaivén que no permite tomar aire entre zambullida y zambullida mientras te arrastra hacia las profundidades. Supongo que todas asumimos y aceptamos la desdicha de la inmediatez y el mal talante social, que damos por necesario y de obligado cumplimiento sin ser conscientes, y que permitimos y normalizamos.
Porque ya es normal levantarse a las 6:30 de la mañana tras el aullido del despertador, es normal saltar de la cama con el ojo a medio abrir mientras cantas el mantra de cada mañana: ¡Venga! tú puedes… Es normal pensar que eres la única persona en toda la ciudad que se levanta a esa intempestiva hora, y no desaparece la sensación lastimera hasta que te asomas a la ventana y ves más luces vecinas desdichadas. Es normal haber adquirido el poder de la velocidad desde que eres madre y vives en una gran ciudad sin ayuda familiar cercana. Ahora puedes preparar el desayuno y la merienda del cole de tu hija mientras tomas un café al son del tic-tac, atiendes las necesidades básicas de la gata, te vistes, te mal peinas, despiertas a la peque para prepararla a toda velocidad y llevarla a kangaroo (servicio escolar ideado para poder salir disparada a la estación, coger el tren hasta el metro y desde allí al trabajo). ¡Conseguido!, son las 8:25 a.m. y ya estás sentada en la oficina frente al ordenador.
Pero, hasta llegar a esa mesa has pasado frío en un andén rodeada de personas tristes enganchadas a sus móviles y la soledad acompañada, has compartido un vagón aún más triste donde las miradas no se cruzan y si lo hacen es por casualidad y enseguida se refugian en la luz de las pantallas. Un vagón donde te han pisado y pedir disculpas es demasiado esfuerzo. Te has deslizado en vertiginoso eslalon por pasillos de metro abarrotados y sin ventilación igual de tristes que sus vagones. En resumen, un vagón desahuciado de todo lo que implique humanidad a pesar de que no cabe un alma más.
Hasta llegar a esa mesa te has maldecido un millón de veces por haberte dejado arrastrar hasta las fauces de la gran ciudad porque ahora no hay vuelta atrás, has de sobrevivir haciéndote experta en malabares y ampliando tus habilidades de superheroína. Alcanzada esa mesa comienzan unas horas de relativo descanso hasta que vuelvas a correr, literal, por los mismos pasillos en dirección contraria. Por suerte, y por tanto repetir el mismo
camino, conoces en qué punto exacto del vagón debes situarte para poder salir volando hacia la estación de cercanías cuando se abran las puertas del metro, y correr, literal, para no perder el tren que sale en tres minutos.
Bienvenidos a la gran ciudad, bienvenidos a la contaminación ambiental y social. Bienvenidos al infierno del desapego y los gruñidos. ¿Será que vivir en multitud en esta sociedad de la inmediatez anestesia la empatía y la bondad primando el cántico del yo primero y a los demás que les parta un rayo?
En cuanto pueda emigro a un bosque.
Por. Noelia Gago Cortés.
6 comentarios en «Bienvenidas a la gran ciudad»
Noelia, muchas gracias por este genial retrato de una gran ciudad y de la frialdad del paisaje.
S.L.
Me encanta como escribe y expresar tanto en tan poca escritura.
Es hermoso
No sé si existen las altas capacidades en sensibilidad , si es así… Noelia es su máxima representante
Sensibilidad, en estado puro!!!
Precioso texto!!
Gracia, Noelia, por ese retrato de una vida sin momentos, sin vivencias, sin tiempo
Danos más de esa prosa poética que tanto te caracteriza. Cuèntanos más.
Es increíble como llega a expresar tanto con tan poco texto.