Poetas, sean mujeres o hombres, latiendo estremecidos o palpitando serenos, enojosos o placenteros, son los más resistentes a vivir conformes con lisonjas y atropellos. Son de los que no admiten un martillo rompiendo un cuadro, una cerilla haciendo porque arda un libro, un viajero sin tren, no se dé cobijo a un peregrino. De los que nunca permitirán que la luna sea de cartón piedra, un te quiero una limosna, se ponga precio a la libertad y la alegría.
Poetas indiferentes no hay. Desordenados, rebeldes y subversivos, sí, tantos como cuidadosos, sosegados y apacibles. Hombres y mujeres que, vivan desesperanzados o con un amor que no quepa en sus palabras, sea en verso o prosa, expresan emociones, sentimientos y sensaciones que penetran en el fondo del corazón a conmoverlo y llenarlo de ternura. Grandes intérpretes del alma humana de los que aprender y con ellos poner donde haya tinieblas, luz.
La poesía, sea para manifestar la belleza, el desamor, la vida o la muerte es siempre un arte alejado del engaño. Los poetas, ellas y ellos, son tañidos y redobles poderosos anunciando lo venidero, quienes celebran lo que maravilla y reprueban lo que defrauda, los que nombran las cosas por su nombre sin ocultarlas bajo el lenguaje, humanizan el gozo y el sufrimiento, ponen descanso en la prisa y sin levantar los pies del suelo son capaces de tocar el cielo.
Los poetas son antorchas que hay que salvar del naufragio a que aboca el gris de una existencia anodina, del ser devorador de lo que se puede comprar con dinero, del artificio y de todo lo nacido para dejarse llevar por la corriente.
Licenciado en Geografía e Historia, exfuncionario de Correos y escritor
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