Inmersos como estamos en las diversiones estivales puede que pase desapercibida una noticia importante: el estudio de las reliquias de Santa Teresa, que empezará estos días en la basílica de la Anunciación de Alba. Un equipo de expertos del Vaticano se hará cargo de ello y para el caso se traerá desde Ronda la mano izquierda de la santa, que corresponde al brazo custodiado en la basílica.
La mano ha tenido una larga historia de traslados desde que el P. Jerónimo Gracián la cortara pocos meses después del fallecimiento de la santa para llevársela a las monjas de Ávila, no sin quedarse con el dedo meñique como recuerdo. Desde Ávila, la mano mutilada pasó a Lisboa, de allí a Ronda, luego a Valladolid y a la mesilla de noche del general Franco, que la conservó desde 1937 hasta su muerte, momento en que volvió a Ronda. Otras partes del cuerpo de la santa se hallan dispersas por varios templos dentro y fuera de España y tanto el brazo como la mano han salido en procesión más de una vez por las calles de España.
Lo cual recuerda el caso de San Juan de la Cruz, amigo de Santa Teresa, con la que comparte talento literario, afán por la sabiduría, orden religiosa y santidad. San Juan murió en Úbeda y su cuerpo fue trasladado a Segovia, donde se supone que se halla actualmente, aunque no íntegro. Borja de Riquer sugiere que este traslado pudo inspirar a Cervantes la «grandísima y peligrosísima aventura que le sucedió con un cuerpo muerto» a Don Quijote (cap. XIX de la primera parte), ya que la traslación póstuma de San Juan fue contemporánea a las primeras correrías de Don Quijote. Siendo así, si este, después de poner en fuga a los canónigos encamisados de la comitiva fúnebre, se hubiera atrevido a abrir el ataúd con el que se topó en noche cerrada -como hizo Francisco de Borja con el de la emperatriz Isabel- hubiera tenido una visión macabra, pues al cuerpo de San Juan le faltaban algunas partes, que quedaron en el monasterio de Úbeda para consuelo de los carmelitas locales.
Muchos otros santos y mártires tuvieron un tratamiento post mortem semejante, y también héroes civiles, como el Cid Campeador, cuyos restos se hallan al menos en tres lugares diferentes. ¿Y qué mayor traslado que el de Santiago el Mayor, cuyos restos fueron conducidos por sus discípulos desde Tierra Santa hasta Galicia en un barco de piedra sin timón? (Por cierto, hace poco se han descubierto los restos del obispo Teodomiro, quien certificó la autenticidad de las reliquias jacobeas en el siglo IX).
No veamos en todo esto más que manifestaciones de la ingenua religiosidad popular, que atribuye poderes taumatúrgicos a reliquias e imágenes, algo cultivado por el clero y más aún por los vendedores de bulas y reliquias, como los falsarios de los cuentos de Canterbury y del Lazarillo. Así pues, como hay mucho desaprensivo, conviene que vengan de vez en cuando sabios de la curia romana para extender el certificado de garantía de las reliquias. En la esperanza de que estas, después de tanto ir y venir y tanta mutilación, gocen por fin de un bien merecido descanso eterno.