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Opinión

Elogio de la pereza

Detalle de El Jardín de las Delicias, pintado por El Bosco hacia 1505. Museo del Prado.

Agosto fenece y retorna al candelero mediático el síndrome postvacacional. Personalmente soy bastante reacio a diagnosticar como síndromes reacciones tan naturales como el rechazo del esfuerzo o las insatisfacciones por no ser como queremos. Estas cosas solo pasan en este mundo adocenado de opulencia, fofo mentalmente, que nos corresponde habitar. Algo similar sucede con los suicidios, que aumentan dramáticamente entre la población joven. El trabajo, la actividad intelectual y las ocupaciones nos centran en la vida y le dan sentido pleno. Pero como todo, requieren también su equilibrio y contraprestación, que llegan con el descanso, el ocio y la vida regalada. Lo fácil, vamos. De ahí el malestar convertido en síndrome, habitual por estas fechas.

Los clásicos hablarían de pereza sin tapujos. Y la remitirían a los pecados capitales, donde radica el principio del desorden espiritual que conduce irremediablemente a la condenación. La idea de pecado, como bien saben, ha cambiado en los últimos tiempos. José-Román Flecha, que fue decano de Teología en la Pontificia, nos ofrece en su Teología Moral una visión muy humana del pecado. El lenguaje del pueblo diríamos que muy gordo tendría que ser el mal causado para apartar definitivamente de Dios al ser humano, pues eso es el pecado mortal.

Mesa de los pecados capitales, tabla pintada por El Bosco hacia 1500. Museo del Prado.

¿Podría ser la pereza, entonces, un pecado mortal? Al respecto, no puedo por menos que recordar los jocosos comentarios de Luis Ángel de la Viuda, hace más de treinta años, en aquellas inolvidables tertulias de Antena 3 Radio, cuando compartía cartel con Santiago Amón, Martín Ferrand, Márquez Reviriego, Jiménez Losantos, Luis Herrero… y otros periodistas de primer nivel. Parecidas a las de ahora, en las que, salvo honrosas excepciones, predomina el sectarismo y la mediocridad. Entonces todo era derroche de ingenio y el burgalés afirmaba que entre los pecados capitales había tres buenos, pereza, lujuria y gula. Son inclinaciones que llevan al disfrute, en oposición a las otras, que causan zozobra y malestar, especialmente la envidia, el mal español por antonomasia, como bien reflejó Unamuno en Abel Sánchez.

La aspiración a no hacer nada, bien entendida, no tendría que ser la madre de todos los vicios, según asegura el refrán del ocio. José Antonio Marina aboga por una pedagogía del aburrimiento frente a la sobreexcitación y actividad continua que impregna nuestra sociedad, especialmente entre los adolescentes. El aburrimiento es para el filósofo la antesala de la creatividad. La pereza es, por tanto, inseparable de la condición humana. En su estado natural, lo comprobamos en las sociedades primitivas, el ser humano trabaja solo lo imprescindible. Y, según parece, estos grupos, mucho menos desarrollados y ricos, son más felices. Entre ellos no hay síndromes ni suicidios.

El pecado de la pereza (detalle de la Mesa de los pecados capitales).

La pereza tiene también su estética. Esto lo leí en el tratadillo que Asunción Escribano, buena amiga, escribió al respecto hace un par de años. Esta estética, ella la lleva sobre todo a la literatura, pero también en el arte tiene su reflejo. En la transición de la Edad Media al Renacimiento tenemos ejemplos maravillosos, como el de Hieronymus Bosch, El Bosco. La pereza ha sido una fuente inagotable para la creación, afirma Marina, y contribuye al bienestar de la humanidad, pero correctamente enfocada, como bien explica la profesora Escribano: «Solo alguien educado en valorar la eficacia del trabajo valora en igual medida la tentación de no realizarlo».

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