Hace ya demasiado tiempo que la sociedad española sufre un ambiente de crispación política tal que parece como si el epicentro de la vida pública fuera la bronca, el insulto y el sarcasmo hiriente, marginando el debate sereno de los asuntos. No es un problema solo español, por desgracia. Vemos cómo la campaña presidencial en EE. UU. se desliza por esos mismos derroteros y no faltan excéntricos como Milei que tildan a los adversarios políticos de «excrementos humanos», «zurdos asesinos» o «hijos de puta», mientras hunden a su país en la miseria.
Hay también una prensa que alimenta y sirve de amplificador a la trifulca. “Algunos de los especímenes que pululan por el gobierno social-comunista no llegan a la categoría de ratas». Así rezaba el comienzo de un «editorial» en cierto periódico local hace unos años y daba el tono de un texto indecente. En la misma doble página otra periodista, por decirlo así, mencionaba a los «ignorantes, pescadores de río revuelto y ciegos de poder», también con el gobierno como referencia. Y aún un tercero, en la misma página, titulaba su columna «Idiotas», aludiendo a los políticos en general y no sin antes explicar lo que significa idiotes en griego. Pocas veces he visto tanta basura verbal acumulada en un impreso.
Entre otras cosas, el insulto es un delito, y así lo tipifica el Código Penal, si bien lo conceptúa como «injuria» y lo relaciona con la calumnia, que también prolifera, lo mismo que el juicio temerario del que, por ejemplo, anuncia las sentencias de procesos judiciales aun en curso, como hace el asesor de Isabel Ayuso. El código admite la petición de perdón como eximente de pena, pero ¿quién la usa en este país?
Estas conductas no se pueden cubrir con la apelación a la libertad de expresión, pues es incompatible con la lesión de la dignidad personal, ni se pueden confundir con la crítica, pues esta implica la oferta de una alternativa razonable, lo que no se suele dar. Así pues, son algo zafio, estéril y contraproducente. Pero lo peor de todo, en mi opinión, es que son en gran medida inmotivadas o gratuitas, en tanto que no nacen de discrepancias radicales o posturas incompatibles. Por volver a EE.UU., The Economist señalaba hace poco que las propuestas de Trump y Harris no son tan distintas en algunas cuestiones clave, como la inmigración, el medio ambiente, la política comercial o la actitud ante China. Trump habla de “America great again”, pero los demócratas han sostenido y sostendrán la hegemonía mundial de EE.UU. con los medios que hagan falta, que no son siempre pacíficos.
Algo así se podría decir de la política española. El PP y el PSOE tienen posturas semejantes en cuestiones importantes y no pueden discrepar entre otras cosas porque buena parte de las decisiones políticas se toman en la Unión Europea, hasta el punto de que esta ha condicionado el único cambio constitucional importante que ha habido. La misma constitución y las leyes en general implican pautas de comportamiento político semejantes por parte de aquellos sujetos políticos que las acatan. (Se podrá decir, con razón, que no siempre es el caso).
Yo llamé la atención al periodista del medio local citado y debo decir que me respondió educadamente. Reconocía que no estaba bien lo que había hecho, pero que era una práctica común en la prensa. Y aquí topamos con un grave problema ético que, al decir de Valle Inclán, caracteriza a los españoles: que creemos salvar nuestras culpas señalando las de los demás.