Opinión

Las inundaciones, ¿otro paso hacia el desastre?

“Dentro de 40 a 70 años el recalentamiento del clima mundial podría provocar inundaciones en importantes zonas costeras”. Así decía el informe “Nuestro futuro común”, que elaboró la comisión de la ONU presidida por Gro Harlem Brundtland, primera ministra de Noruega, en 1987. Y añadía: “disponemos de muy poco tiempo para acciones correctivas (…). Tal vez estamos ya cerca del umbral de transgresión crítica”. Pues bien: aún no han pasado 40 años y ya estamos en esa situación. Por no remontarnos más atrás, recordemos los diluvios anormales y las inundaciones habidas la pasada primavera: en Kenia dejaron 228 muertos y más de 200.000 desplazados; en Brasil, 172 fallecidos, 41 desaparecidos y unos 570.000 evacuados. También hubo fenómenos semejantes en Afganistán, Sureste de EE.UU. y otros lugares. El desastre del Levante español es ya uno más en esa lista negra.

El diagnóstico de la Comisión Brundtland, apoyado en multitud de informes (entre ellos los de la Organización Meteorológica Mundial y el Programa de Medio Ambiente de NN.UU. creado en la “Cumbre de la Tierra” de Estocolmo en 1972) identificaba ya perfectamente las causas de este fenómeno, que hoy calificamos como cambio climático, y otros relacionados con el deterioro del medio ambiente. E indicaba la urgencia de una acción conjunta de la comunidad internacional para atajarlos.  Aunque estos problemas afectan más a unas zonas que a otras y más a los países pobres que a los ricos, trascienden las fronteras y no sirven remedios locales. Otro eje clave era, es, la preocupación por el futuro de la humanidad, tal como se expresa en el concepto de desarrollo sostenible, que se acuñó en la citada comisión.

Más tarde ha habido nuevos informes que actualizan la información, agravando el pronóstico y dando lugar a compromisos internacionales como el Protocolo de Kioto de 1997, los objetivos del milenio del 2000 o la Conferencia de París de 2015, todos ellos auspiciados por Naciones Unidas. Pero su plasmación deja mucho que desear. Se avanza, pero no en todas partes ni a la rapidez requerida.  Antonio Guterres, secretario general de NN.UU., viene adoptando un tono cada vez más apocalíptico, tanto más dramático cuanto que la influencia de la ONU, que pretende presentar, como dice su declaración de derechos, a “todos los miembros de la familia humana”, es cada vez más débil. “Estoy aquí para tocar la alarma -decía no hace mucho ante la Asamblea general-. El mundo debe despertar. Estamos al borde del abismo y el mundo marcha en la dirección equivocada. Nuestro mundo no ha estado nunca más amenazado o más dividido”.

Las contradicciones son flagrantes en este ámbito. El pasado día 29 la noticia de las inundaciones en el Levante español venía acompañada de un reportaje que informaba sobre la buena marcha del oligopolio energético del petróleo, el gas y el carbón, que, con beneficios por encima de los 200.000 millones de dólares en el último ejercicio, sigue recibiendo subvenciones y ayudas fiscales de algunos gobiernos. En este sentido, a un paso de las elecciones presidenciales de EE.UU., hay que señalar el grave peligro de un nuevo mandato Trump. Este ya anuló el compromiso de su país con la Conferencia de París y ahora profundizaría una línea negacionista de los problemas medioambientales, que considera imaginaciones del “radicalismo ecologista”. Suprimiría o limitaría la acción preventiva de las agencias federales relacionadas, facilitaría el negocio de las empresas de energías fósiles, presionando incluso a aquellos estados que, como California, le ponen restricciones, y seguiría con el fracking y las prospecciones petrolíferas en el Ártico y en las plataformas continentales. Este negacionismo contribuye al desastre: cuando el Sr. Mazón, presidente de la Comunidad valenciana llegó al cargo con el apoyo de Vox, uno de los peajes que pasó fue la supresión de la Unidad de emergencias valenciana.

Pero no solo hay contradicciones en las altas esferas políticas. También estos días estamos viendo los coches amontonados por las riadas en calles, ramblas y cunetas. No es difícil asociar ideas y poner en relación esa imagen con todo lo anterior, viendo el automóvil como símbolo de una civilización individualista y de consumo, que vive de espaldas a los problemas comunes de la “familia humana” y que debería compartir el único mundo del que dispone sin poner en peligro a otras especies, el equilibrio del ecosistema o el bienestar de las generaciones futuras.

“La justicia, con mano ecuánime, presenta a nuestros propios labios la copa que hemos envenenado” (Shakespeare).

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