Opinión

La campana rota. Cuento de Navidad en la España vaciada

Imagen generada por ChatGPT para este cuento.

En un rincón perdido de la sierra había un pueblo pequeño del que todos se habían marchado y al que ya nadie iba. Las casas, de piedra vieja, muchas con los tejados caídos, se sujetaban apretujadas unas contra otras como los ancianos que buscan el calor del sol de invierno en la solana, sentados sobre una losa de piedra que tiempo atrás fue un banco. Apenas quedaban un puñado de vecinos, todos mayores, dispersos en un lugar que antaño resonaba con las risas de los niños y se iluminaba con luces navideñas. Ahora, y desde un tiempo incontable en el que se pierden los recuerdos, sumido en un silencio atronador que parece no tener fin, el pueblo languidece sin esperanza de cambio ni ilusión por el regreso de aquellos que un día marcharon buscando el futuro que su propia tierra les negaba.

Don Félix vive en la última casa de la calle principal, junto a la iglesia. Tiene 84 años, las manos agrietadas por el frío y los años empleados en labrar la tierra. Su mujer había muerto hacía una década y, desde entonces, para él, la Navidad nunca volvió a ser igual. La campana de la iglesia que antaño solía llamar a la misa del Gallo en Nochebuena, llevaba años sin tañer por una grieta que nadie sabía cómo arreglar, ni si tenía sentido hacerlo.

Esa Nochebuena, como todos los días, se despertó temprano, aunque no tenía prisa ni alguna ocupación esperándole. Caminó hasta el pequeño belén que, en un ataque de melancolía, había improvisado la noche anterior en su cocina, con una vela que guardaba para los cortes de luz y algo de musgo fresco. Encendió la vela y se sentó frente a ella, en silencio, mirando fijamente la luz, el resplandor y el movimiento de la llama. En el aire flotaba un frío más denso que nunca y la soledad inundaba cada rincón de la casa. Para calentarla echó dos leños a la chimenea que chisporrotearon enseguida, pero que tardarían en prender lo suficiente como para dar algo de calor.

Pronto, muy de mañana, mientras la casa se calentaba, salió a caminar por el pueblo y al traspasar la puerta sintió el abrazo helado del tiempo. Pasó por la plaza, donde un árbol viejo y seco aún sostenía las luces de un antiguo diciembre, apagadas y cubiertas de escarcha. Se detuvo un instante eterno frente a la iglesia y levantó la vista hacia la torre. La campana, con su grieta bien visible, parecía tan cansada como él. De pronto se le ocurrió una idea inverosímil: si la campana sonaba, aunque fuera una última vez, tal vez los otros ancianos se reunirían en la iglesia, como solían hacer en los buenos tiempos.

Al atardecer subió a la torre con mucho esfuerzo, llevando consigo un viejo martillo que cogió de su cobertizo. Cuando llegó arriba, sin aliento, se quedó observando el paisaje desolador. Con el sol ya puesto, cubierto por una manta de nieve, inmóvil, bañado por la luz de la luna, el valle tenía un punto irreal que le asemejaba al claroscuro de un cuadro de Turner. Se acercó y acarició suavemente y repetidamente con la palma de su mano la campana y, a continuación, la golpeó con el viejo martillo. El sonido que salió fue extraño, un ruido apagado, un susurro metálico roto. Golpeó una y otra vez, cada vez con más fuerza, hasta que el sonido resonó lo suficiente para poder ser escuchado en todo el pueblo.

Aterido de frio bajó de la torre y apenas habían pasado unos minutos cuando Doña Carmen, envuelta en una manta, apareció en la puerta de la iglesia. Luego llegó Don Andrés, cojeando, apoyado en su bastón. Poco a poco, los escasos habitantes del pueblo se acercaron, atraídos por aquel sonido que les recordó los días pretéritos cuando la Navidad era mucho más que frío, soledad y silencio.

Se reunieron en la iglesia; cada uno trajo lo poco que tenía: un trozo de pan, una botella de vino, algo de fruta y un viejo mantel bordado encima del que pusieron unas ramas de acebo. Encendieron velas y cantaron villancicos con voces temblorosas, rotas por la emoción y llenas de un calor que hacía tiempo no sentían. Félix miró a los demás, con los ojos húmedos, y pensó que tal vez esa sería su última Navidad juntos, pero por primera vez en años el grito de la soledad había sido sustituido por algo que, aunque pequeño, era suficiente: compañía para romper el silencio, aunque solo fuera por una noche, aunque solo fuera por Navidad.

P.D. Feliz Navidad y Paz para ustedes y todos los hombres de buena voluntad.

Miguel Barrueco, médico y profesor universitario

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