Opinión

1877: El ferrocarril llega a Salamanca. Y con el, los turistas

Estación de ferrocarril de Salamanca. Fotografía. Emilio Biel 1887. Salamanca en el ayer.

Nos quejamos hoy de los problemas del servicio ferroviario en Salamanca, pero tenemos cada día varios Alvia que nos colocan en Madrid en menos de 2 horas. Cuando se inauguró ese servicio Salamanca, en 1877, el viaje duraba 12 horas, a veces más, según la espera en la ‘parada y fonda’ de Medina del Campo.

Ese mismo año el escritor Pedro Antonio de Alarcón y tres amigotes hicieron una visita turística a la que llamaban ‘Roma la Chica’. El viaje les pareció cómodo y barato (14 duros ida y vuelta), opinión comprensible sabiendo que eran pudientes y que las diligencias eran más caras, tardaban días y eran muy incómodas por el mal estado de las carreteras. (También eran peligrosas en algún momento por las partidas de bandoleros). En cambio, las locomotoras iban a unas cinco leguas por hora, velocidad entonces inaudita, y los vagones eran espaciosos.

El relato de la visita ocupa buena parte de su libro Viajes por España de 1878 y, en lo que tiene de guía turística, carece de mayor interés, pues consiste en una descripción erudita de los consabidos monumentos. Quizá lo más interesante es comprobar algunos de los cambios habidos en la ciudad: nos agrada ver, por ejemplo, una Plaza de la Constitución (Mayor) como él la pinta, con jardines, fuentes y candelabros, y sus aledañas plazas de la Verdura (hoy Mercado Central) y del Corrillo llenas de aldeanos pintorescos vendiendo al aire libre sus frutas, legumbres, huevos, gallinas y otros productos de la tierra.

Nos recuerda un inimaginable barrio de las Peñuelas (luego de los Caídos y más tarde Chino, hoy La Vaguada), que era “feísimo, triste y solitario”, después de que la francesada hubiera destruido a cañonazos allí muchos edificios de mérito; pero compensa a los turistas la visita al Colegio de los Irlandeses o de Fonseca, cuyas virtudes católicas encarece. Pasado el Puente Romano no ven nada más, pues las riadas del Tormes se han llevado por delante las casuchas del arrabal, entre las que había un hospital de leprosos, una mancebía pública y un cementerio de judíos. El autor, notorio carcamal ideológico, considera que ello fue justo castigo de Dios.

Alarcón, que había pasado de un liberalismo radical a la reacción (como tantos intelectuales hoy), muestra su sintonía con el ambiente que cree detectar en Salamanca y que describe con brocha gorda: “¡hasta el aire -escribe- era allí godo (sic), espíritu rancio, cristiano puro!” y añade que, a pesar de su aparente decadencia, Salamanca seguía siendo grande gracias a la pervivencia de “las familias aristocráticas que levantaron aquellos palacios, (…), la religión cristiana, la Monarquía Católica, la nobleza de Castilla”…

No faltan en el relato las referencias históricas y en especial a los comuneros, en cuyo movimiento Salamanca tuvo notoria participación. (Por cierto, en 2021 hubiera habido buena ocasión de recordarles aquí en su centenario, como hicieron otras ciudades castellanas; pero no, aquí preferimos seguir con la torra de Unamuno, del que, habiendo ya pocas cosas que saber -salvo lo que diga en su enésima publicación el tándem de los Rabatés- se pasa a especular con lo alucinatorio, como lo de su “asesinato” o “crimen de estado”, que da mucho de sí).

Como eran hombres de clase bien, nuestros viajeros no dejan la ciudad sin despedirse antes de las autoridades: el señor obispo, el gobernador civil y algunos altos funcionarios, todos ellos canovistas seguramente. Se van bien comidos, bebidos y paseados, y por eso hoy podemos verles como pioneros de un turismo en el que esta ciudad ha depositado buena parte de su destino.

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