Opinión

A 89 segundos de la medianoche

Doomsday clock.

Es decir: del desastre global. Tal ha sido el alarmante anuncio de los científicos que manejan el «reloj del Apocalipsis» (Doomsday clock) hace pocos días. Aunque el segundero solo ha avanzado un espacio desde 2023, estamos «más cerca que nunca del desastre». El anuncio de este grupo de científicos norteamericanos “preocupados” ha tenido escaso eco y no es de extrañar. Repetido tantas veces desde 1947, el mensaje se ha convertido en una versión más de la fábula «que viene el lobo». Y de poco sirve que otras instituciones o personalidades prodiguen mensajes semejantes. Como, por ejemplo, Antonio Guterres, secretario general de Naciones Unidas:

“Estoy aquí -decía en 2021- para tocar la alarma. El mundo debe despertar. Estamos al borde de un abismo y marchamos en la dirección equivocada. Nuestro mundo no ha estado nunca más amenazado o más dividido (…). La solidaridad está ausente justo cuando más la necesitamos». Como los científicos citados, Guterres señalaba las amenazas existenciales de la guerra nuclear, el cambio climático, la devastación medioambiental y «la corrupción de la esfera de la información», o sea, la proliferación de mensajes falsos o estimuladores del odio y del miedo, que agravan los problemas globales de la humanidad al propiciar respuestas irracionales e insolidarias.

Profecías apocalípticas las ha habido siempre. Al fin y al cabo el ser humano es consciente de que todas las cosas de este mundo han de tener fin, como lo ha de tener el propio mundo, y en épocas de crisis y de ansiedad colectivas más de un lunático lo ha anunciado (y otros no menos insensatos lo han creído) como algo inminente. Las religiones monoteístas incluso lo ven con esperanza, ya que después de los desastres que anuncian el fin (guerras, epidemias, inundaciones, hambre, injusticias, crímenes…)  vendrá el Mesías o Mahdi (en el caso de los cristianos, por segunda vez) para instaurar el Reino de Dios sobre la tierra.

Sin embargo, en la década de 1960 hay un cambio cualitativo que da a este asunto un cariz mucho más sombrío. El fin de la civilización deja de ser un espejismo esgrimido por profetas o visionarios para convertirse en una posibilidad técnicamente factible. Fue entonces cuando se completó la triada estratégica de los arsenales atómicos: los misiles de largo alcance lanzados desde tierra (ICBM), o desde el mar (SLBM) y las bombas H cargadas en bombarderos estratégicos, de cuya potencial amenaza conjunta no se libra ningún punto del planeta. En ese momento había unas 38.000 cabezas nucleares, capaces de acabar con la vida varias veces.

Esta posibilidad está más cercana hoy con el acceso de Trump a la Casa Blanca, pues no es la menor de las aberraciones la idea de lograr un «escudo antimisiles» para el territorio de EE.UU., algo que fue planteado por Ronald Reagan (la llamada Stars War) y luego desechado por su coste y su terrible riesgo desestabilizador. El país que poseyera tal sistema “defensivo” tendría una superioridad estratégica que, en teoría, le permitiría lanzar un ataque nuclear a su adversario (o responder a uno) sin temor a las consecuencias. Y recordemos que tal decisión estaría en manos exclusivas del presidente, de este presidente. Sería el fin de la disuasión por el terror, que más o menos ha funcionado hasta hoy y que se basaba en la destrucción mutua asegurada en caso de guerra nuclear general.

Y, mientras aumenta el deterioro medioambiental y la alteración climática, seguimos hablando de aumentar los presupuestos de “defensa”, de ampliar las alianzas militares, de aplicar la AI a las armas (ya se está haciendo)… Es como la estúpida idea del norteamericano medio, que cree tener tanta más seguridad en casa cuantas más armas y municiones tenga en el armario.

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