Cumplidos ya cinco años de la pandemia cada uno de nosotros guarda dentro de sí algunos recuerdos de un tiempo que ahora, a nivel social, parece en gran medida olvidado o envuelto en un manto de silencio cómplice para huir de los fantasmas, los recuerdos dolorosos y las responsabilidades de quienes no estuvieron a la altura de las circunstancias.
En mi cerebro aún resuenan sonidos que, como todos ustedes, escuchaba desde mi casa y que rompían el sosiego durante los días más duros del aislamiento, ese ulular constante de las sirenas de ambulancias camino del hospital truncando el estruendoso silencio en el que estaba sumida la ciudad. Esas sirenas sonando constantemente, con una frecuencia infernal, de día y de noche, sin parar, fueron la banda sonora de la película de una ciudad fantasma, desconocida, silenciosa, desconcertada por la incredulidad, replegada sobre sí misma y asaltada por el miedo.
En el epicentro de la tragedia, el hospital, el lugar donde los pacientes ingresados ganábamos o perdíamos la lucha por la vida, había también sonidos en los pasillos que se percibían dentro de las habitaciones donde permanecíamos aislados, escrudiñando cualquier signo que nos permitiera entender lo que sucedía al otro lado de la puerta. El ruido constante de las camillas que llevaban desde Urgencias hasta la habitación a los nuevos ingresos, nos permitía componer una imagen a cerca de la magnitud de lo que estaba sucediendo, su frecuencia creciente nos alarmaba más cada día que permanecíamos ingresados; pero era aún peor percibir el sonido de las camillas en sentido inverso, cuando procedentes de cualquier habitación trasladaban a los fallecidos a los mortuorios del hospital. Les aseguro que sonaban diferente, aunque fueran las mismas camillas, el primero era un sonido de esperanza, el segundo era el ruido de la muerte.
También mientras estuvimos ingresados escuchamos ruidos de esperanza que solo pudimos comprender cuando fuimos dados de alta. Eran los aplausos de médicos, enfermeras, TCAEs y resto del personal sanitario alineados a ambos lados de pasillo, cuando triunfadores sobre el virus abandonábamos la habitación y la planta en la que habíamos permanecido llenos de incertidumbre y que ellos nos ofrecían como despedida. Son los aplausos más alegres, sinceros y agradecidos que pude escuchar mientras duró la pesadilla. Mucho más sinceros que los aplausos de las ocho de la tarde desde la seguridad de los balcones. Sea esta columna mi homenaje y agradecimiento a todos ellos.
He olvidado muchas cosas de la pandemia que viví como paciente y como médico, pero estoy seguro que el contraste entre el silencio atronador y las cacofonías que lo acompañaban serán imposibles de olvidar. Por ello, ni siquiera puedo imaginar lo sucedido en esas residencias de mayores donde ancianos encerrados en sus habitaciones solo podían oír el eco de sus voces cuando golpeaban las puertas con sus manos e imploraban a gritos que les atendieran y explicaran que estaba pasado. Todos vivieron y muchos murieron de forma indigna.
Miguel Barrueco, médico y profesor universitario
@BarruecoMiguel
Concierto de #MiguelRíos en la Plaza Mayor de #Salamanca… corría 1982. pic.twitter.com/ieaW5oWkn4
— Miguel Barrueco Ferrero (@BarruecoMiguel) March 13, 2025
1 comentario en «Los sonidos del Covid»
Si es cierto que a mucho en los atenderemos en los hospitales en la subis y les dieron una atención adecuada lo más triste fueron a los que dejaron encerrados en los asilos y no los atendieron los dejaron morir sin ninguna atención y prácticamente algunos yo creo que hasta de hambre por el miedo que daba a los que los atendían y entrar a atenderlos cuantas historias habrá que no se cuentan ni sabremos nunca