Opinión

Las cigüeñas y el Tormes

El mural de Caín Ferreras. Fotografía. Pablo de la Peña.

Me conmueve cuando el cielo de mi ciudad se cubre de blanco, como si se engalanara ritualmente con un velo nupcial desplegado en las alas abiertas de las cigüeñas. Es un espectáculo silente y solemne: su vuelo alto, majestuoso y sereno, me anuncia que el invierno empieza a replegarse con dignidad, dejando paso a una primavera aún sin estrenar, como un vestido nuevo colgado en el perchero del tiempo. Cada año llegan un poco antes, como si intuyeran que las estamos esperando. “¿Qué les pasa a las cigüeñas de Castilla?” –Se preguntaba con asombro Miguel Delibes hace treinta años, en El último coto — “Ocurre con ellas un doble y curioso fenómeno. Cada vez vienen menos, pero cada año madrugan más. Ya no aguardan a San Blas como hacían antaño: ‘Por San Blas la cigüeña verás’.

El pasado invierno, incluso antes de que los villancicos comenzaran a sonar, llegaron para quedarse. Y aquí siguen, habitando el cielo de Salamanca con la nobleza de lo eterno, surcando con lentitud entre ambos azules, ese azul incierto que tantas veces nos ha cobijado –aunque esta primavera se haya mostrado esquiva, cargada de lluvia, viento y desasosiego– y el tormesino y más oscuro azul del agua bajo su vuelo, que también esta primavera hemos visto crecido a su paso por sus islas y nuestros municipios. Se alzan imponentes sobre los chapiteles de nuestras catedrales, leales a sus nidos perennes: en San Martín, en los Dominicos, o en cualquier campanario humilde de los pueblos castellanoleoneses. No son solo parte del paisaje; son también parte de nuestra memoria, de nuestra identidad, de algo profundo que no se puede nombrar, pero sí sentir.

Pocas voces onomatopéyicas suenan tan cargadas de sentido como crotorar. Suena a lo que es. Basta con pronunciarla para escuchar, casi sin quererlo, ese golpeteo seco, ancestral, que las cigüeñas emiten con sus picos. Cada primavera las escucho en Anaya, como entonces, cuando éramos estudiantes de letras y Salamanca se nos ofrecía generosa (como lo es todo con la juventud) como una ciudad resonante, abierta a la vida, al pensamiento y al asombro. Aquellos días estaban llenos de promesas, y las cigüeñas eran parte de ese telón de fondo que parecía imperecedero.

Recuerdo que poco tiempo después de la muerte de mi padre, al volver a su casa, las cigüeñas me recibieron de una forma inesperada. Ellas estaban allí, inmóviles y, sin embargo, palpitantes, en el mural tridimensional de Caín Ferreras. Aquel mural, casi vivo, había transformado una simple pared blanca en un gesto de consuelo. Desde el balcón de la vivienda familiar, en el Paseo de la Estación, la mirada se llenó de alas y, con ellas, de una certeza inexplicable. Quizá la literatura me hace sobreinterpretar la vida –seguramente–, pero siempre he creído que aquello fue un regalo. Recordé entonces cómo en un libro, maravilloso en más de un sentido, Historia de los animales, del clásico latino Claudio Eliano (no me lo enseñó la Academia, sino la biblioteca personal ‘Jorge Luis Borges’), se aludía a la veneración de los clásicos por las cigüeñas porque estas, al envejecer sus progenitores, los cuidaban y alimentaban. Y así lo sentí yo: como un mensaje silencioso de mi padre, como si dijera sin decir: «Sigo aquí, de alguna forma, y os agradezco los cuidados». Gracias, Caín Ferreras, por ser el mediador de aquel pequeño milagro.

Precisamente donde vivo, en Santa Marta de Tormes, ese mismo artista urbano –y tal vez no exista forma más noble de ser artista que dignificar los espacios cotidianos– ha desplegado también sus vuelos. En el paseo fluvial, junto a la antigua depuradora, en un rincón donde el abandono había echado raíces, y donde también se acoge con humanidad a gatitos callejeros, pero no olvidados, Caín ha sembrado el espacio de color y vida. De las paredes brotan gorriones escapados de un arco iris naranja y blanco, abejarucos con plumajes imposibles, petirrojos cobijados en una mano amada, y herrerillos que combinan, como si el mundo no tuviera reglas, el azul eléctrico con un amarillo vivaz. El arte ha redimido el paisaje devolviéndole dignidad y belleza. Y hace unos días incluso allí se celebraba el Lunes de Aguas.

Ese rincón se ha convertido en una galería de arte al aire libre. Un museo sin techos ni puertas, donde la belleza se camina y se respira, al alcance de todos, sin más invitación que la de mirar con los ojos bien abiertos y la sensibilidad disponible. Me gusta, profundamente, cuando los cielos de los lugares que habito se cubren, como una novia nueva, con el vuelo blanco, silencioso y revelador de las cigüeñas. Porque ellas no solo anuncian estaciones: anuncian belleza, memoria, cuidados, duelos, comienzos. Son, quizás sin saberlo, las mensajeras aladas de lo que más amamos.

6 comentarios en «Las cigüeñas y el Tormes»

  1. Columna de bella literatura, no sólo por su contenido escrito, sino, y sobre todo, por la carga sentimental que transciende y llega a los corazones que quieran escuchar. Enhorabuena

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  2. Precioso texto, me encanta cómo escribes, cómo haces vivir y sentir lo que tan bonito describes, dan ganas de ir a conocer cada rincón. Gracias!

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  3. Hará ahora solo te había escuchado en las clases magistrales que nos regalas a los mayores.
    Pero descubrir tu literatura, eso sí que es “magistral”.

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