La agonía del cristianismo de Unamuno, en sus cien años

Eugenio Luján, doctor en Filosofía e investigador de la obra de Unamuno
Eugenio Luján, doctor en Filosofía e investigador de la obra de Unamuno.

Donde ni Dios es Dios, ni Cristo es Cristo

Las diferentes tergiversaciones que ha sufrido la interpretación del pensamiento de Miguel de Unamuno consiguen que, por ejemplo y a día de hoy, se siga analizando La agonía del cristianismo (Escelicer, O.C., vol. 7) como: “la última oración de Unamuno”. Sin embargo, en esta obra escrita en 1925, ni Dios es Dios: la historia, que es el pensamiento de Dios en la tierra de los hombres, carece de última finalidad humana, camina al olvido, a la inconciencia. Ni, Cristo es Cristo: “la cualidad de ser cristiano es la de ser Cristo. El cristiano se hace un Cristo” (p. 313)

Leída desde una perspectiva diacrónica, entendiendo la estructura helicoidal con la que Unamuno crea su pensamiento, es como brilla con intensidad la originalidad de su doctrina filosófica; así, como la unidad de sentido que transita por toda su obra, y por su fructífera vida. Una unidad de sentido, un brillo genuino, que la falsa interpretación nacionalcatolicista franquista nos ha opacado, y que seguimos trasladando a las nuevas generaciones, como momia incorrupta de un pensamiento de transformación individual y social totalmente desactivado.

Por suerte, D. Miguel sigue conmoviendo las conciencias y las actitudes cívicas de quienes quieren leer lo que él escribe en sus textos. Es en ellos donde él vive su eternidad, porque únicamente serán nuestras obras, esas que construimos a lo largo de la vida, las que nos pueden hacer eternos: “La inmortalidad del alma es algo espiritual, algo social. El que se hace un alma, el que deja una obra, vive en ella y con ella en los demás hombres, en la humanidad, tanto cuanto ésta viva. Es vivir en la historia” (p. 317)

Un concepto de alma que, si realmente leemos sus palabras y le oímos en sus escritos, sin las interesadas orejeras de falaces interpretaciones, nada tiene de creencia en otras vidas de ultratumba. Ser eterno nada tiene de ansiada y tormentosa búsqueda de una vida de ultratumba, de pervivir en un más allá: sino de permanecer en la historia, en el recuerdo y el conocimiento de otras personas.

Para describirlo, vuelve a utilizar una nomenclatura espiritual como es el “conocimiento místico”: “al encontrarme en un escrito con un hombre, no con un filósofo ni con un sabio o un pensador, al encontrarme con un alma, no con una doctrina, decirme: “¡Pero este he sido yo!” Y he revivido con Pascal en su siglo y en su ámbito, y he revivido con Kierkegaard en Copenhague, y así con otros. ¿Y no será esta acaso la suprema prueba de la inmortalidad del alma? ¿No se sentirán ellos en mí como yo me siento en ellos?” (p. 314).

La agonía del cristianismo es un estudio que Unamuno dedica a la antropología filosófica, con la peculiaridad de que lo desarrolla usando la estructura de categorías teológicas, pero vaciadas de contenido dogmático. Porque “con la letra nació el dogma, esto es, el decreto” (p. 321); que será impuesto por, “dentro de la Iglesia romana, la disciplina, disciplina, en que el discípulo no aprende –non discit-, sino que recibe pasivamente la orden, el dogma…” (p. 339)

Ese cristianismo que agoniza, que lucha, al que se refiere en esta obra D. Miguel, nada tiene que ver con el evangelio, con su defensa, o con la mejor o peor asunción de los diferentes dogmas que encierra. Tiene que ver con el individuo personal y concreto que, dentro de la hermenéutica unamuniana, debe constituirse buscando siempre ser un Cristo en la tierra, porque -como ya nos ha dicho-: “la cualidad de ser cristiano es la de ser Cristo” (p. 313).

Cualidad que, no solamente les pertenece a los seguidores de la religión, que es puro dogma. Sino que, como vengo defendiendo, para Unamuno es la constitución propia de toda persona: “La cristiandad fue el culto a un Dios Hombre, que nace, padece, agoniza, muere y resucita de entre los muertos para transmitir su agonía a sus creyentes” (p. 315). De ahí su concepto de eternidad a través de las obras que creamos desde la agonía, desde la lucha constante, en las que nos damos a los demás. Esas que, al ser compartidas por otros, recordadas como mías, les convierten en seguidores de cada uno de nosotros: “Y como símbolo de esa pasión, la Eucaristía, el cuerpo de Cristo, que muere y es enterrado en cada uno de los que con él comulgan” (p. 315).

Mantengo que, cumplidos ya los cien años de su aparición, esta debería ser la lectura de tan importantísima obra, donde Unamuno acomete los principios fundamentales de su antropología filosófica, desde categorías teológicas desacralizadas. Partiendo de que la estructura del ser humano se cimienta en la lucha constante, en la agonía: “Se habla de struggle for life, de lucha por la vida; pero esta lucha por la vida es la misma vida, la life, y es a la vez la lucha misma, la struggle” (p. 309). El ejemplo, por tanto, a seguir como hombres agónicos que somos es: “el culto a Cristo agonizante, no muerto. El Cristo muerto, hecho ya tierra, hecho paz, el Cristo muerto enterrado por otros muertos, es el del Santo Entierro, es el Cristo yacente en su sepulcro; pero el Cristo al que se adora en la cruz es el Cristo agonizante, el que clama consummatum est!” (p. 311).

En 1964 se publicó El hombre unidimensional, uno de los textos filosóficos más influyentes durante la década de los 60 y los 70, que Herbert Marcuse finalizaba con una rotunda afirmación: “Gracias a los desesperados, aún tenemos esperanza”.

¿Quién puede afirmar que Marcuse no leyó y asumió (desde un “conocimiento místico”) la concepción agónica del ser humano de Unamuno?: No hay consuelo mayor que el desconsuelo, como no hay esperanza más creadora que la de los desesperados” (p. 314).

Eugenio Luján Palma – Filósofo

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