Fernando Aramburu consiguió que los asistentes a la presentación de su libro de cuentos Hombre caído en Letras Corsarias, estuvieron pendientes de lo que decía sobre sus obras, su manera de escribir, su inspiración, sus anécdotas –que hubo muchas y muy buenas- y de sus chascarrillos, porque logró que el personal tuviera una media sonrisa durante la hora larga que duró el encuentro entre el escritor vasco afincado desde hace 40 años en Alemania y la profesora y maestra de ceremonia, Ascensión Rivas, que llevaba muy bien aprendida la lección. Sobresalientes los dos.
Asunción Rivas aseguró que Patria es un libro que está llamado a ser una de las obras de la literatura. “Pasará a la historia”. Quizá sí y quizá por ello, Aramburu dijo, nada más empezar, que está “resignado. Le he dicho a mi editor que quite mi nombre de los libros y que ponga ‘El de Patria’. Así seré inmediatamente reconocido”, compartió.
Antes de Patria, el escritor vasco era de culto, “me leían cuatro gatos”. Esta frase tan sincera, provocó las primeras risas entre sus fieles.
Patria hizo que los editores rescataran otros libros de Aramburu y le abrió las puertas literarias del mundo. Consiguió recuperarse de ese tsunami gracias a la poesía, que tanto había denostado. “Patria me saco del escritorio, porque me pedían opinión sobre todo y no se tiene. Lo peor es ser superficial. Afortunadamente, vivo en Alemania y no estoy a mano, la distancia me protegía”, contó durante la presentación.
Para gestionar toda esa luz que le brindó Patria, Aramburu pidió ayuda a la poesía. Escribió Retrato sin mí, “quizá el mejor que he escrito. Nunca me había abierto tanto a los lectores. La sombra de Patria era alargada y tarde cinco años en escribir otra novela”, explicó.

Durante la presentación, Aramburu volvió a corretear y hacer travesuras en su pueblo vasco. Confesó que su yo adolescente quería ser escritor y como es tan obediente, “sigo haciéndole caso”, bromeó.
Lo cierto es que en la casa de su infancia no había libros. “Uno no elige a la familia, país, idioma… Vengo de una familia humilde, no conocí la pobreza, pero todo lo que teníamos era fruto del trabajo”, compartió.
Contó que a los 10 años, acudió con su madre a la fábrica donde trabajaba su padre. La experiencia fue terrible y se dijo que tenía que hacer algo para no repetir el destino de su padre. Probó con el deporte, fútbol, ciclismo, lanzador de jabalina… Comprobó sus limitaciones y que con esto no iba a salir de la escala social donde estaba su familia.
Lo que sí comprobó era que el patrón de la fábrica hablaba con palabras que él no había oído en su casa. Y pensó: “Quizá esto me saque de la pobreza. Pasé de ser un niño silvestre a uno lector. Mis padres estaban preocupados, tanto que un día me sentó mi padre en la cocina y me ofreció 200 pesetas (1,20€ de hace 50 años), para que saliera con mis amigos”, puntualizó.
De aquella época, le queda que lee dos libros de la colección Austral todas las semanas.

El primer libro que leyó para clase de Literatura fue El Lazarillo de Tormes, “No entendí nada. Un niño vaso, principio de los 70’. Para el examen leí la primera y la última página. Entre otras cosas escribí que El Lazarillo lo escribió Anónimo, que me parecía un sucédanlo de Antonio. El profesor era un agustino que me entregó el examen y me dio un bofetón que aún lo escucho en mi cara. Ese fue mi ingreso en la Literatura”, explicó. Anécdota que provocó la risa del público.
La entrada en la Literatura fue restallante y a partir de ahí, Aramburu agradece haberse topado con los grandes escritores, entre ellos Albert Camus. “Tuve la fortuna de leer con 18 años, cuando eres vulnerable, El hombre rebelde, de Camus. Era como yo quería relacionarme con los demás. El hombre rebelde es el que dice no, pero en el acto de la negación dice sí. Cometes un acto, donde intervienes porque no te gusta, pero no vale solo con destruir. Tu acción tiene que dejar algo positivo para los demás. Eso guía mi mano cuando escribo. Lo ético está en mí de manera natural. En mis libros, lo humano tiene prioridad con sus contradicciones”, subraya.

Admitió que le encanta observar. “Me gusta mucho la gente. Desconozco el aburrimiento. Me siento en una terraza y observo e invento historias. Con 14 años tenía que ir a la iglesia, a la izquierda se sentaban los varones y a la derecha la mujer. Me aburría mucho, me colocaba atrás, me dedicaba a contar calvos, gordos, gente vestida de azul… luego amplíe ‘horizontes’ y relacionaba a unos con otros y les inventaba conservaciones. Aquí, todos y cada uno de los presentes encierra un mundo interior con errores, sueños, miedos… Los personajes de mis novelas conviven”.
Hizo reír y sonreír a sus lectores en Letras Corsarias durante la presentación y advirtió que tuvieran cuidado con él, porque su humor está basado en la expresión incorrecta, pone rasgos humorísticos en momentos de duelo. “Mi padre disfrutaba haciendo reír a los demás. En mi caso, tengo que echar el freno para que el libro no se me escore a lo descacharrante. Solo me prohíbo meter humor cuando hay terroristas o personajes discriminados. Mi literatura no pone a los lectores como simples testigos”, matizó.

Si de niño quería salir de la pobreza mediante el deporte, de mayor sigue jugando con un juego que le da de comer. “Mi lengua es el juguete más valioso y duradero que he tenido. Trabajo con palabras y qiero saber en qué tono me van a contar las historias”, apuntó.
Por último, señaló que le sorprende mucho lo que opinan de sus obras los críticos y los lectores, porque los textos que escribe siempre los descifra el que lo lee. No obstante, sí que relató que tiene un ‘lector’ simbólico. Es un tiesto con un cactus redondo, con un tamaño semejante a la cabeza humana, se llama Mendizábal. “Nunca me lleva la contraria y se conforma con todo. Es una locura que el propio loco gobierna”, concluyó.






















