Opinión

La obscenidad del oropel

Un cartel colocado por Greenpeace en Venecia.

Durante décadas, el dinero -cuando era mucho- solía llevarse en silencio. Los viejos ricos hablaban de discreción, de no manifestar en exceso los signos externos de su riqueza, de una cierta dignidad en el uso de su fortuna, de elegancia contenida. Ser rico no implicaba, necesariamente, hacerlo saber. Había incluso una máxima no escrita: cuanto más tenías, menos debías mostrar. No por humildad, sino por una especie de pudor social que reconocía que la riqueza era un privilegio, no una virtud.

Eso ha cambiado. Y lo ha hecho de manera radical.

En esta nueva era del capitalismo desbocado, los ricos no solo quieren serlo: necesitan que lo sepamos. Y si puede ser en streaming y con drones sobrevolando la escena, mejor. El dinero ya no se hereda con solemnidad; se exhibe con coreografía. El último ejemplo, tan luminoso como grotesco, lo hemos visto en Venecia: la boda de Jeff Bezos con Lauren Sánchez, celebrada como una ópera de excesos entre góndolas, diamantes y celebridades que parecen sacadas de un casting para dioses del Olimpo, versión Silicon Valley.

La ciudad, frágil y herida por el turismo de masas, se ha convertido durante días en una pasarela para el culto al dinero. No el dinero como instrumento, sino como identidad. Bezos, que hizo su fortuna vendiendo libros y ahora lanza cohetes al espacio como quien lanza arroz a los novios, ha encarnado una nueva forma de poder: el poder que no solo domina, sino que deslumbra. El que no se conforma con tener, sino que quiere ser deseado, admirado, envidiado.

Esta ostentación no es un accidente. Es parte del relato. Si en el siglo XX los millonarios aspiraban a parecerse a los aristócratas -con su sobriedad y su gusto por el anonimato-, en el siglo XXI muchos de ellos parecen empeñados en parecerse a influencers, con sus fiestas virales, sus jets privados, sus abdominales retocados y su colección de anillos visibles desde el espacio.

Pero no nos confundamos, no es solo estética. Es política.

En un mundo donde millones de personas luchan por llegar a fin de mes, la exhibición obscena de la riqueza no es neutra, es una exhibición de poder y una declaración de impunidad. El lujo ya no es solo privilegio: es propaganda. Y el mensaje es claro: el éxito se mide por la capacidad de provocar envidia, no por la de contribuir a una comunidad.

¿Debemos sorprendernos? Tal vez no. En un tiempo en el que todo se mide en likes, incluso el dinero necesita su escaparate. Pero conviene recordar algo: cuando la riqueza se convierte en espectáculo, lo que se degrada no es solo el gusto, sino el contrato social. Porque cuando los ricos se ríen desde sus palacios flotantes, lo hacen sobre el silencio de quienes barren las plazas venecianas al amanecer.

Y en ese reflejo dorado del Gran Canal, lo que brilla no es el amor. Es la vanidad. Y, quizá, el principio de un nuevo desprecio.

Miguel Barrueco, médico y profesor universitario

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