A veces sucede, con el paso del tiempo, ese milagro silencioso y delicado: que un lector termina confluyendo con los libros de sus amigos, como si en esas páginas compartidas encontrara un reflejo de sí mismo. La lectura, entonces, se transforma en una extraña amalgama de deleite agradecido y lealtad sincera, donde la pasión por los libros se convierte en una tarea singular, una aventura íntima en la que el placer de la palabra se multiplica al vincularse, de modo casi biográfico, con la figura del autor. Es como si, al abrir sus páginas, uno pudiera entrever sus pensamientos, sus sueños y sus silencios.
Personalmente, considero que en ocasiones es preferible no conocer a ciertos autores cuyas obras uno admira profundamente. Evitar esa cercanía puede ser, en ciertos casos, un acto de protección, una manera de evitar la decepción que, en ocasiones, puede nublar la belleza de lo escrito con las imperfecciones humanas del creador. Porque, en el fondo, los escritores no siempre somos, ni hemos de ser, personajes públicos en nuestra totalidad. Esto es aún más cierto cuando, como en mi caso, la tarea de escribir es, digamos, una pasión de aficionado, una vocación que no nos permite vivir de ella, sino que la alimenta como un refugio y un regalo.
Los académicos, los profesores universitarios, que nos dedicamos también a la escritura en sus diversas formas, solemos mantener un vínculo más cercano con otros colegas del ámbito académico, dado que nuestro mundo se desarrolla en ese microcosmos especializado, en esa comunidad de intelectuales que comparten intereses y pasiones similares. No obstante, con los años, una va decantándose -como todo en la vida- por algunas preferencias. De este modo, igual que uno va seleccionando (y a veces incluso restringiendo) sus amistades, también va llevándose a cabo algún tipo de selección natural en relación con los libros que uno lee y, de un modo concreto, en esa franja de los libros o lecturas que, quienes nos dedicamos al ámbito de la literatura en sus muy diversas facetas, podríamos denominar ‘de compromiso’.
Últimamente, he encontrado en la lectura de libros escritos por amigos un refugio, una forma de reconciliarme con el acto de leer. Es un placer simple, pero profundo, el de disfrutar de la obra de quienes comparten conmigo esa pasión. En ese sentido, dos libros de José Antonio Cordón, profesor de la Universidad de Salamanca, han sido para mí una revelación. Estudioso de la bibliografía y la documentación en nuestro país, en su proceso de liberarse de los corsés académicos y de la fría objetividad de la investigación, ha desembocado en el hermoso delta de la literatura, esa tierra fértil donde su talento florece en prosa y reflexión. Su obra El poder de la lectura. Geografías del libro, el lector y la edición en el ensayo y la literatura me ha permitido conocer, sin haber estado presente en sus clases, lo mejor de su visión sobre el mundo editorial, ese universo en el que los libros nacen y mueren en la memoria de los lectores. Y La belleza de la lectura, su último libro, me ha llevado de metáfora en metáfora, en un viaje de evocación y recuerdo, permitiéndome jugar con las palabras, evocar lecturas pasadas y compartir, en la íntima compañía de sus páginas, un diálogo silencioso con la historia de la literatura.
En esa misma línea, otro néctar que disfruto en pequeños sorbos es El gabinete mágico. Libro de las bibliotecas imaginarias, de mi amigo Emilio Pascual. Llevo más de un año robando minutos a la rutina diaria para sumergirme en su universo. En octubre, tengo en mente presentar el último libro de José Luis Puerto, publicado por la Fundación Salamanca Ciudad de la Cultura. Y también he disfrutado de otros textos en los últimos meses: el poemario Este amor de nosotros de Soledad Sánchez Mulas, que acaricia con delicadeza y fuerza la sensibilidad del lector, y una singular y original combinación de versos y relatos de Manuel Ferreira Cunquero, en los que la picaresca local se recrea a la luz de sus experiencias en Proyecto Hombre, con una pátina de nostalgia y denuncia, y con un tono que es a la vez lúdico y profundo.
Quizás, en algún día lejano, querido amigo Francisco Javier Blázquez, tenga la oportunidad de hablar en esta columna sobre los libros que querría leer de aquellos amigos cuyos nombres permanecen en la sombra, en esa lista de lecturas aún por escribir, aún por imaginar. Porque, en el fondo, la literatura también es un acto de deseo, un sueño pendiente, un universo de promesas que aún no han sido cumplidas. Hasta entonces, seguiré disfrutando de los que sí han sido escritos, de los que se han materializado en páginas que ahora forman parte de mi mundo, de mi memoria.






















