Resulta algo desalentador descubrir hasta qué punto esta ciudad, considerada culta, ignora a quienes desde el arte contribuyeron a engrandecerla, especialmente si son suyos. Lo hemos comprobado con frecuencia al hablar de Fernando Gallego o Antonio Carnicero, los pintores salmantinos más destacados. Para la gran mayoría, incluidos bastantes con una formación aceptable, son nombres completamente desconocidos. Con el padre del segundo, el escultor nacido en Íscar, Alejandro Carnicero, sucedería algo parecido de no haber realizado los pasos de la Vera Cruz, pese a que la mayor parte de los medallones de la Plaza Mayor son suyos. Es decir, que si falta el componente popular, pasa el tiempo y sus nombres se diluyen hasta perderse entre las brumas de la memoria.
Esta sensación, frustrante, la hemos experimentado durante las últimas semanas con motivo de la exposición que se organiza, en el Palacio Episcopal, sobre el pintor Vidal González Arenal para conmemorar el centenario de su fallecimiento. Arenal ha sido, con gran diferencia, el mejor pintor salmantino del siglo XIX y primeras décadas del XX. En medio del erial que atravesaron las artes plásticas locales, porque lo bueno de esa época llegó de fuera, descolló la figura de este enorme pintor que, si bien gozó de prestigio en vida, con el paso de los años se le relegó al olvido.
El pintor de Vitigudino fue educado en el realismo academicista que imperaba entonces, pero su paso por Madrid y después por París y Roma –sobre todo la Ciudad Eterna, donde llegó a establecerse varios años– le permite conocer las nuevas tendencias pictóricas que se abrían camino en la Europa finisecular. Aunque su obra se mantiene fiel a los principios que le inculcaron y nunca ose romper con las pautas de la Academia, lo cierto es que un análisis detallado de su trabajo permite intuir la asunción de unas cuantas influencias de la modernidad, las que le permiten destacar en el anodino panorama artístico de Salamanca.
En torno a esta situación de poder y no querer, de insinuar y no atreverse a dar el paso, hay bastantes enigmas. Teniéndolo todo para triunfar, deja Roma y se encierra en Salamanca. Quizás para corresponder a la ciudad que tanto le había dado, quizás para satisfacer al Padre Cámara, que lo llama con insistencia, pero el caso es que se acomoda y se queda en un buen pintor, muy buen pintor, pero no en ese grandísimo pintor que pudo llegar a ser. Baste recordar que en 1895 obtuvo la segunda medalla en la Exposición Nacional de Bellas Artes con La deposición de Cristo, hoy en el Museo de Salamanca. La primera medalla, y con esto queda dicho todo, recayó en Joaquín Sorolla con la pintura ¡Aún dicen que el pescado es caro!
Al final, González Arenal ha pasado a la posteridad como un pintor costumbrista, aunque su temática es bastante más amplia. Destacó en el retrato, realizó pintura religiosa e histórica, bodegones y paisajes. La muestra homenaje, abierta hasta noviembre, nos permite comprobar de cerca la calidad que caracteriza la obra del artista, junto a su potencial creativo. Aunque sea solo por recordar al mejor de nuestros pintores en ese lapso de tiempo tan amplio al que nos referíamos, merece la pena ser tenida en cuenta y que, como tantas otras cosas buenas, no pase desapercibida.
Fotografía. Pablo de la Peña.
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1 comentario en «González Arenal, un pintor de la tierra»
Muy bueno el artículo y muy recomendable la exposición. Merece la pena bajar al sótano del Palacio Episcopal.