En los últimos años, hemos asistido con una mezcla de asombro y resignación al desfile de políticos atrapados en mentiras o medias verdades sobre sus credenciales académicas. Currículos inflados, másteres que nunca cursaron, cursos breves elevados a categoría de posgrados… No es un fenómeno nuevo, pero sí cada vez más visible y, lo que es peor, más tolerado por quienes deberían exigir ejemplaridad.
Lo curioso es que cuanto más precaria es la formación, más pomposo es el currículo. Como si un curso de cinco tardes en una escuela de negocios bastara para construir una biografía de estadista. O como si «haber asistido a clases de» fuera lo mismo que haber cursado un máster completo y tener el titulo correspondiente.
Lo trágico –o cómico, según se mire– es que esta obsesión por acumular diplomas que no se tienen es inversamente proporcional al aprecio por la verdad. Proclaman la meritocracia como bandera, pero se la saltan a la torera si hay una oportunidad de añadir una línea brillante a su currículum. En esta tragicomedia de la política, el mérito no está en estudiar, sino en saber qué casilla rellenar sin que salte la alarma.
Y cuando se descubre la mentira vienen las explicaciones creativas: «fue un error administrativo», «yo entendí que estaba convalidado», «lo puse en inglés y se tradujo mal». La culpa, por supuesto, nunca es del político, sino del traductor de Google, de la universidad o del becario a su servicio. Mientras tanto, los ciudadanos asistimos al espectáculo con vergüenza ajena. Porque lo que debería ser un ejercicio de transparencia se ha convertido en un espectáculo de ilusionismo.
¿Por qué ese empeño en parecer lo que no se es? La política, como espejo de la sociedad, refleja una realidad incómoda: seguimos confundiendo el título con el talento, la acreditación con la capacidad, la forma con el fondo. Y aunque sería fácil culpar solo a los protagonistas de estas ficciones académicas, lo cierto es que muchos votantes también han comprado ese envoltorio de cartón piedra que da a algunos la apariencia de solvencia sin necesidad de demostrarla.
Detrás de esta obsesión por revestirse de honores académicos hay algo más que vanidad. Hay inseguridad, deseo de respetabilidad y una cultura política que premia la pose más que la preparación. Pero, sobre todo, hay una falta de respeto: hacia quienes se han esforzado honestamente en formarse, hacia las instituciones educativas que se ven salpicadas por el escándalo, y hacia la ciudadanía que merece líderes con méritos reales, no ficticios.
Este fenómeno revela algo más profundo que la mentira puntual: muestra una relación malsana con el conocimiento y con la verdad. Porque si un político miente sobre algo tan básico como su formación, ¿qué no estaría dispuesto a falsear cuando se trata de decisiones que afectan a millones? El engaño sobre los títulos no es un pecado venial, es una grieta en la credibilidad que sostiene la democracia.
Lo verdaderamente alarmante no es que mientan –eso, lamentablemente, no sorprende– sino que muchos de ellos no paguen un precio político por hacerlo, que no dimitan ni sean cesados cuando son descubiertos. La indulgencia con la que se reciben estas falsedades por los aparatos de los partidos revela una sociedad adormecida, que ya no se escandaliza con la impostura y que parece conformarse con la mediocridad decorada.
Urge recuperar el valor de la verdad. No es necesario que un político tenga tres másteres ni que hable cinco idiomas. Es suficiente –y mucho más difícil– que sea honesto, competente y tenga sentido del bien común. Porque lo que para ellos solo es escalar puestos en los aparatos de los partidos y de la administración, para nosotros no está en juego solo un título, sino la credibilidad de nuestras instituciones.
Necesitamos que entiendan que el liderazgo no se imprime en una cartulina con sello universitario, sino que se construye cada día con honestidad, coherencia y responsabilidad. Quizá algún día llegue el tiempo en que lo admirable no sea presumir de doctorado, sino tener la decencia de no atribuirse el que no se tiene. Y entonces, tal vez, podamos empezar a confiar de nuevo en quienes nos representan.
Miguel Barrueco Ferrero, médico y profesor universitario
@BarruecoMiguel
























5 comentarios en «Títulos ficticios»
Muy buen comentario y analisis sobre nuestros políticos y su veracidad
Mucha verdad
Muy buen artículo, pone el acento en una realidad que austa y es la que es.
¿Cómo se podría resolver este problema?
Quizá penalizándolo como si de un grave delito se tratara.
Mentir a la sociedad, pena de cárcel.
Uno de los paradigmas de todo esto es el actual rector de la Universidad de Salamanca
Bueno yo lo que creo es que tanta culpa tienen los que mienten como los que los contratan o más qué pasa que yo puedo decir que soy médico del corazón y y sin él y sin exponer mis títulos y enseñar me meto en un quirófano a operar oh oh qué pasa que que los que contratan a la gente no saben si tienen inglés o tienen francés o no hay nadie para examinarlos o es que solamente esa minan a los barrenderos cuando van a pedir un trabajo o a un albañil a ver si sabe hacer una pared o si no sabe hacerla madre mía yo me quedo asustado la gente que contrata a gente que tiene que tener carrera tendrá que tener otra gente que la tenga que mirar y dar y comprobar que esos títulos son verdad o son mentira