Opinión

Verano

Pacas redondas en el campo. Imagen de Alicja en Pixabay

Hubo veranos felices en los que el mar quedaba lejos y viajar a destinos turísticos era un privilegio reservado para unos pocos. Para muchos, el plan más afortunado consistía en ir al pueblo con los abuelos, donde el verano se vivía con una libertad sencilla, sin artificios ni grandes expectativas. Y si no tenías ni pueblo ni abuelos… estaban los campamentos en el mejor de los casos.

Y, sin embargo, fueron precisamente aquellos veranos –los de la bicicleta oxidada, el pan con chocolate para la merienda y las calles polvorientas para jugar– los que dejaron en nosotros una huella imborrable, cálida y profundamente humana. La felicidad entonces no se medía en selfies ni en likes. Estaba en lo pequeño: en el sabor dulce y efímero de un helado que parecía durar más porque lo saboreábamos despacio, conscientes de que cada lametón era un lujo. En la risa compartida.

Aquella época nos enseñó también lo importante que era la libertad de jugar en la calle hasta que anochecía: las tardes eran interminables, dilatadas por el sol y la despreocupación, el tiempo parecía detenerse y la mayor aventura era jugar sin relojes ni agendas, sin móviles ni pantallas, inventando juegos y juguetes con los amigos y explorando el mundo cercano con curiosidad y alegría, un mundo que se reducía a unas pocas manzanas y, sin embargo, nos parecía infinito.

Por las noches los vecinos, después de cenar, sacaban sus sillas a la puerta de sus casas “a tomar el fresco” formando pequeños círculos espontáneos de charla y confidencias.  Bajo la luz de la luna o las estrellas fluían las conversaciones, se compartían alegrías y preocupaciones, se intercambiaban confidencias y risas, y se comentaban las pequeñas noticias del barrio.

Y bajo ese cielo inmenso, los más jóvenes nos atrevíamos a soñar: imaginábamos futuros, pensábamos amores imposibles, construíamos esperanzas con palabras tímidas y miradas largas, con la osadía de quien aún creía que los sueños se podían realizar, deseando crecer deprisa para llevarlos a cabo.

Eran noches sin prisa, noches de cercanía y calor humano, donde la riqueza no se contaba en forma de dinero, sino en vínculos y amistades, en complicidades y en afectos compartidos. En la dicha de saberse parte de algo común.

Ahora, con la perspectiva del tiempo, que nos ha colocado a cada uno de nosotros en el lugar que ocupamos en el universo, entendemos que aquellos veranos sin playa ni grandes viajes nos enseñaron lo esencial, el valor de lo verdaderamente importante: la felicidad simple de estar juntos, el arte de disfrutar de los placeres sencillos, y la belleza profunda de una vida sin prisa y en compañía.

Miguel Barrueco Ferrero, médico y profesor universitario

@BarruecoMiguel

5 comentarios en «Verano»

  1. Bueno yo los viajes de verano los recuerdo en ir a recoger piñas de pino al monte para pronto prender el fuego en el invierno para poder calentarse porque las casas no tenían calefacción incluso para picar leña y que tuvieran todo el invierno para poder hacer la comida en cocinas de leña de esa forma valía también para calentarse a mí ya me tocó un poco de mayor cuando regresaba al pueblo y procuraba ir a ayudar a los viejos lo más posible

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  2. Bueno no solamente ayudaba a los viejos que a los sobrinos en lo que podía les arreglaba alguna bicicleta o alguna bicicleta me llevaba de aquí para que pudieran montar y divertirse o a jugar al fútbol con ellos o al tenis

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  3. Que tiempos y que bien reflejados en tu crónica. Es como si me hubieras leído el pensamiento. Que felices momentos scon pocos recursos y el partido que sacábamos a todos. Me ha encantado!!!

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