Casinos y literatura, cuando el juego se cuela entre las páginas

Del drama existencial al espionaje, pasando por el realismo sucio y la autoficción, los casinos no solo albergan fichas y ruletas, también han sido escenario de algunas de las mejores historias de la literatura.

Basta la palabra casino para que el lector se sitúe y piense en luces cálidas, alfombras rojas, el murmullo de las máquinas, la emoción muda y ese silencio extraño que se instala justo antes de que alguien decida apostar. La literatura, desde hace más de un siglo, ha hecho el trabajo sucio de convertir ese escenario en símbolo de mucho más que dinero, de historias que llegan al alma y se hacen inmortales.

Ahí está Dostoyevski, con El jugador, escrita a toda prisa, entre deudas y desesperación. No lo hizo por placer, sino por necesidad. En la novela, Alexéi Ivánovich no juega solo para ganar. Juega para hundirse, juega porque es lo único que le permite sentir algo, aunque sea el vértigo. Y el casino, claro, es el espacio donde se revela lo que cada personaje intenta ocultar. Ahí no hay máscaras que aguanten.

No por casualidad, en casi todas las novelas donde aparece un casino, hay una batalla interna. Contra uno mismo, contra el azar, contra el miedo a perder lo poco que queda.

Bond juega por todos nosotros

Con otro estilo y en otro escenario, Ian Fleming colocó a James Bond frente a su destino en una mesa de baccarat. En Casino Royale, primera entrega de la saga, el juego es tan importante como el espionaje. No es que el casino esté ahí porque queda elegante, es que todo se decide allí. Lo que no se logra con balas, se resuelve con partidas de cartas.

Bond no se permite titubear, no le tiembla la mano ni siquiera cuando sabe que puede perderlo todo, porque no se trata solo de dinero, es una guerra fría en miniatura, una forma de medir fuerzas sin que nadie dispare. Y eso, en una novela de ritmo trepidante, le da una pausa densa, incómoda.

Y sin necesidad de glamour, Juan Marsé también jugó con la idea del azar en El embrujo de Shanghai, aunque desde otro ángulo. En su Barcelona gris y clandestina, el juego no es de ruletas ni fichas, es de simulaciones, de mentiras piadosas que se cuentan para sobrevivir. Los personajes se refugian en ficciones que funcionan como una timba donde nunca se sabe cuándo va a estallar la verdad.

Hay momentos, en la obra de Marsé, donde uno casi puede oír una baraja cortarse en silencio, aunque no haya cartas sobre la mesa.

Cuando el juego se vuelve símbolo

Hay otro tipo de literatura, menos literal, donde el juego y, por tanto, el casino, aparece de forma más diluida. No hay mesas ni crupieres, pero sí una estructura que remite al azar. Esa literatura abstracta que trabaja con símbolos más que con tramas, como es el caso de El juego de los abalorios, de Hermann Hesse. No hay apuestas en sentido clásico, pero todo el universo se ordena en torno a una especie de juego espiritual en el que las reglas importan menos que la entrega total del jugador a una lógica que escapa al mundo.

También La casa de apuestas, del polaco W?adys?aw Reymont, ofrece un giro curioso. Aquí el casino se transforma en un espacio de penitencia donde no se juega para ganar, ni siquiera para competir, solo por jugar, porque el juego, en sí mismo, se convierte en única vía para anestesiar el dolor o postergar el hundimiento. El lector, al pasar las páginas, no espera giros ni finales felices, espera, simplemente, que alguien aguante una ronda más.

Bukowski, Cuba y la frontera del exceso

Charles Bukowski, en su autobiográfica La senda del perdedor, no habla de casinos al uso, pero sus carreras de caballos son casi un rito. Apuesta sin calcular. Apuesta por necesidad, por rabia, por rutina. No espera ganar. Solo espera que, por un momento, algo rompa la monotonía. El juego, en su universo, es una forma de decir “sigo aquí”.

En otro continente y con otro calor, Pedro Juan Gutiérrez retrata la Cuba de los años 90 con esa mezcla de erotismo, precariedad y apuestas callejeras. En sus libros, la vida es puro riesgo, donde lo poco que hay se juega rápido y no hay tiempo para pensar. No aparecen casinos con mármol y champán, pero el impulso de la apuesta y la necesidad de jugárselo todo a una carta están siempre presentes.

Incluso autores como Don DeLillo o Patricia Highsmith han usado el juego como fondo o excusa para explorar identidades falsas, tensiones psicológicas o pulsiones ocultas. No importa el género, el casino es ese escenario en el que los personajes se revelan, o se pierden.

La apuesta sigue en pie

Uno podría pensar que el casino, como tema literario, está pasado de moda, que ya no hay lugar para ruletas en la era del streaming. Pero esto sería un error, el juego sigue ahí. En forma de apps, de póker online, de apuestas que se hacen desde la cama con un clic. La estética ha cambiado, sí, pero la esencia permanece. Y es que, en el fondo, ¿qué es un libro si no una apuesta? Uno se sienta a leer sin saber si encontrará algo. Quizá gane una idea, un buen rato, un nuevo aprendizaje o pierda el tiempo. A veces es solo suerte, a veces, pura intuición, exactamente igual a un casino, como la vida misma.

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